“La vida es lo suficientemente difícil sin agregar más peso a los hombros de las demás”. K. Stockett

Durante el histórico de las semanas más cálidas de Saltillo, ocurre una injusticia que nos afrenta a todas.

Esta semana el periódico Zócalo reportó los abusos en contra de las empleadas domésticas que se presentan en un fraccionamiento privado al norte de la ciudad de Saltillo.

Vemos caminar al rayo del sol, abrazadas por el cielo azul y por las lujosas banquetas donde caen como cuentas de rosario, los pasos cansados de las trabajadoras domésticas. Tienen que andar kilómetros al perímetro de la barda que excluye los espléndidos Jardines de Versalles.

Por el bulevar, circulan los vehículos de lujo que no se detienen siquiera observarlas. Dentro de las bardas, las aceras sombreadas le cierran las puertas para llegar a limpiar humildemente las espléndidas residencias que gozan las mujeres ociosas que las desprecian.

Porque dan mal aspecto, y porque la entrada principal no está hecha para el personal de servicio.

Si bien, cuando llegan a la casa ya son “como de la familia” y pueden comer lo que sobra, y con ese mismo pretexto se encargan de los niños que a muchas madres “estorban”. En su mayoría trabajan a destajo y realizan una multiplicidad de tareas. Bajo el pretexto de la intimidad se permiten el abuso y la posibilidad de tratar a un ser humano como alguien inferior desde el clasismo.

Un plan de desarrollo urbano puede concebir fraccionamientos privados, los argumentos generalmente se basan en una seguridad que debería ser innecesaria en un Estado, supuestamente más seguro que los demás.

La libertad de tránsito puede verse así disminuida frente a las restricciones de la propiedad privada. Sin embargo, este razonamiento no puede dar lugar a excesos tan intolerantes como la discriminación, a partir de normativas de juntas o comités de vecinos.

La novela criadas y señoras de Kathryn Stockett, dio lugar a la película The Help que se dio a conocer como Historias Cruzadas; en ella, se retrata la discriminación a las trabajadoras domésticas en el sur profundo de los Estados Unidos en la época previa al reconocimiento de los derechos civiles. Aquí y ahora, estamos viviendo una historia semejante: el odio clasista de “gente bien” que hace el mal y cierra el acceso principal de sus residencias a nuestras hermanas por la fatua levedad de la apariencia por llevar otra ropa, por tener otras manos.