A partir de los primeros años de la segunda mitad del siglo 20 –tan lejano ya, a pesar de haberse apenas ido- surgió con vigor una serie basta de concepciones reformadoras de los métodos tradicionales empleados para aproximarse al conocimiento de los objetos y fenómenos sociales.
La apetencia común de tales corrientes era, sin duda, encontrar un método apto para descubrir y registrar aquellas regularidades que permitieran establecer patrones idóneos para formular reglas, empíricamente comprobables, respecto del mundo animado.
El método científico tradicional había acreditado su utilidad para desarrollar el conocimiento del mundo inerte, pero no el que concierne a las realidades y fenómenos dinámicamente vivos y en permanente cambio de las sociedades.
Fue durante ese reencauzamiento que se desarrollaron los lineamientos teóricos de los sistemas sociales, que enfatizan el tema de la función, trascendiendo el mero análisis de los elementos, lo que abría horizontes inexplorados al superar la paradigmática simplicidad de los modelos tradicionales.
El entonces novedoso enfoque se caracterizaba –y se caracteriza todavía- por considerar que el mundo está hecho de entidades físicas y de sistemas vivientes, clases ambas de sistema que comparten muchas propiedades, pero que presentan también diferencias tales que determinan el hecho de que la aplicación de los mismos métodos a cada uno de ellos conducirá irremisiblemente a conclusiones erróneas.
La teoría general de sistemas animó el desarrollo de un nuevo método científico capaz de explicar mejor los procesos relativos al nacimiento, la vida, la evolución, la interacción y hasta la extinción de las organizaciones sociales –incluido el Estado– de manera racional.
Ese método hubo de conferir nuevo sentido a términos tales como experimentación, medición, explicación y validación, además de incluir espacios de reflexión para elementos intangibles, como son los valores, sentimientos, creencias, etc.
Para esta teoría un sistema es, sencillamente, un conjunto de elementos relacionados entre sí en términos de interdependencia. El factor que los aglutina es, precisamente, la función del sistema y pueden consistir en conceptos, objetos, sujetos o, lo que es más frecuente en la práctica, de una combinación de los tres.
Por todo ello, si de verdad se aspira a comprender un conjunto de interacciones tan complejo, dinámico como es el estado, su estudio no puede prescindir del ambiente en que se encuentra inserto, es decir, el social. Sin sociedad, dicho en pocas palabras, no hay Estado.
Por eso resultan ininteligibles los análisis que pierden de vista ese hecho, como los que suelen efectuarse por algunos analistas y pseudo analistas políticos, cuya especie ha proliferado en los medios de comunicación masiva últimamente, quienes suelen contemplar al estado, confundiéndolo con el gobierno, como un ente distinto –a veces hasta antagónico- de la sociedad misma.
Una cosa es la sociedad, otra cosa el estado que surge cuando ella se organiza política y jurídicamente, y otra muy diferente el gobierno, que sólo es el conjunto de instituciones a través de las cuales la sociedad –base material del estado y su causa eficiente- ejerce su poder político-jurídico, que se conoce hasta hoy –y desde hace unos siglos- como soberanía.
A pesar de todo su cúmulo de estudios y sus sesudas reflexiones, hay todavía quienes pierden de vista esas realidades. Por eso se explica que sean, algunos, tan contradictorios y permanezcan tan estancados en sus análisis, atendiendo a lo próximo y perdiendo de vista la perspectiva de fondo.
También quienes practican las artes de la política, otrora sofisticadas, pecan frecuentemente de ser cortos de alcances, y quienes tienen en sus manos el verdadero poder, no saben siquiera como se usa y para qué les fue dado.
Hay notorias contradicciones en el quehacer y los postulados de unos y en los análisis y propuestas de otros, ya por ignorancia, ya por falta de reflexión, y muchas veces con un aderezo de desfachatez y cinismo que raya en el insulto.
Es verdad que, como proclamaba Confucio, es tan inútil estudiar sin pensar como pensar sin estudiar, pero más dañino resulta carecer de moral.
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