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Coahuila

Barro e historia

Por María del Carmen Maqueo Garza

Hace 4 meses

Quizá la mayor facultad de un escritor sea meterse a fondo en realidades ajenas a la propia y conseguir, desde ese sitio narrar una historia.   En un mundo tan polarizado y poco tolerante como el que habitamos, ese ejercicio de profunda empatía es cada vez más necesario.

Cuando venimos al mundo llegamos como un disco duro en blanco, si acaso con pequeñas marcas de lo que la ciencia denomina “epigenética”, esto es, la carga genética y ambiental previa a nuestro nacimiento, que habrá de definir gran parte de nuestra vida.  No es lo mismo nacer en África sudoccidental que hacerlo en una población de la Alta Sajonia.  Habrá infinidad de factores que influirán en las características de los habitantes de una y otra latitud, mismas que no podrían ser borradas, puesto que vienen incrustadas en el genoma individual.  Este hecho en lo personal me genera reflexión pensando en los casos de vientres alquilados: en el ser en formación por encargo influirán muchos elementos propios de la madre de alquiler, totalmente ajenos a los padres que alquilaron ese vientre.  En fin, es tema aparte.

Una vez colocados en el mundo, en el seno de una familia, cada estímulo, positivo o negativo, influirá en el ser en desarrollo.  El psicoanálisis es capaz de zambullirse hacia esos primeros orígenes para rastrear causas de conductas adultas que no se alcanzan a explicar en el plano consciente.  El lactante va definiendo su forma de ser a partir del temperamento –conjunto de pautas de conducta al nacimiento—y la modulación que el ambiente va haciendo en él, para establecer el carácter y finalmente la personalidad.  Es en el seno de la familia en donde se adquieren principios y valores que habrán de regir a lo largo de la existencia.

La carga moral de la familia en sus individuos es definitiva, pero no absoluta.  Así tenemos casos de hijos que adoptan patrones de comportamiento que se alejan de las enseñanzas paternas y avanzan por caminos alternativos.  En el curso de la semana leía una semblanza de Zelda, esposa de F. Scott Fitzgerald.  En su época, inicios del siglo pasado, habiendo nacido en una población del estado norteamericano de Alabama, dedicó su vida a la búsqueda de un sello propio que la definiera.  Fue artista, tanto plástica como de la danza y de la palabra escrita, aunque en este último oficio fungió casi como escritor fantasma de su esposo, con poco o ningún reconocimiento propio, cuestión que al final de su existencia generó una crisis depresiva profunda.  Ella quiso ganarse un nombre, e hizo de todo tratando de lograrlo, lo que no pocas veces dio la nota en los altos círculos de sociedad.  En varias ocasiones, ya casados, Scott y Zelda Fitzgerald armaron escándalos por su estilo de vida.

Y aquí surge una segunda paradoja: Casos hay muchos en la literatura mundial, de escritores que han trascendido por su obra, aun cuando su vida personal fue calamitosa.  Se cierne sobre ellos la duda de si su estilo personal de vida anula el valor de su obra artística, o deben de ponderarse ambas facetas, la personal y la literaria, en forma separada.  Si fuéramos tan exigentes como la más elevada moral lo determina, estaríamos dejando de lado grandes obras que, a lo largo del tiempo y la geografía, han sido referentes universales para incontables generaciones.

No me canso de insistir en la tremenda influencia que tienen las redes sociales en nuestro comportamiento cotidiano.  A través de ellas constituimos nichos de identidad.  Esto es, nos afiliamos al pensamiento de líderes de opinión con cuyos principios coincidimos, y en ocasiones los elevamos hasta un punto muy alto, los mitificamos, y más nos adherimos a lo que ellos postulan.  Ahora recuerdo el caso de una “youtubera” de nombre Yawvana, que se proclamaba vegana y en alguna ocasión fue sorprendida comiendo pescado.  Tras de ello emitió una serie de videos justificando su “pecado”, pero parece que ni así logró recuperar la confianza de sus seguidores, que creían a pie juntillas su postura inicial como crudivegana.  En redes sociales, sin contacto cara a cara, hay en realidad poca oportunidad para desarrollar puentes de empatía entre humanos; como dice algún refrán popular, ante una situación novedosa para nosotros, es más fácil criticar que buscar entenderla. 

Las redes sociales, de igual manera nos empoderan.  Llegamos a erigirnos en jueces implacables del proceder de otros, como si en nuestra persona se concentrara todo el saber y todo el buen juicio, hasta el punto de considerarnos con autoridad moral para extender el pulgar hacia arriba y aprobar, o hacia abajo y condenar.

Buen momento para recordar que todos somos imperfectos.  De ese mismo barro de consistencia y calidad variable,  se han ido modelando las grandes obras de la historia.

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