El bisemanario “Espacio 4” dedica la “Sombra del año” a la epidemia digital. La amenaza que representan tecnologías como las “deepfakes” quedó demostrada en 2024, cuando, durante las elecciones municipales de España, circularon videos manipulados de candidatos haciendo declaraciones falsas y comprometedoras.
Aunque estas grabaciones fueron rápidamente desmentidas, su propagación inicial causó confusión y desconfianza entre los votantes. Este caso no fue aislado: en comicios anteriores, países como Estados Unidos ya habían enfrentado el uso de imágenes y videos falsificados para dañar la credibilidad de candidatos.
En 2020, por ejemplo, un video manipulado de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes en ese entonces, circuló ampliamente en redes sociales, haciéndola parecer incoherente y debilitando su imagen pública.
A pesar de los intentos de plataformas como X y Meta por etiquetar contenido generado con Inteligencia Artificial (IA) o limitar su alcance, los mecanismos de regulación parecen siempre estar un paso atrás respecto al ingenio de los actores maliciosos.
Las consecuencias son profundas: una ciudadanía cada vez más escéptica de la veracidad de la información que consume y una democracia que lucha por sostener su integridad. Esta pérdida de confianza no sólo afecta a los procesos electorales, sino que alimenta la polarización social y refuerza narrativas conspirativas, difíciles de desarticular una vez arraigadas.
En paralelo, el impacto negativo de las redes sociales en la salud mental continúa siendo una preocupación global. Un estudio citado en 2024 por YaleMedicine reveló que 65% de los adolescentes que pasan más de tres horas diarias en plataformas digitales, muestran síntomas relacionados con depresión y ansiedad, exacerbados por la exposición a contenido que promueve estándares inalcanzables de belleza y éxito.
Este fenómeno no solo afecta el bienestar emocional de los jóvenes, sino también su rendimiento académico y su capacidad de relacionarse en el mundo físico. Para muchos, las redes sociales se han convertido en una fuente de constante comparación, donde lo que ven no es la realidad, sino una versión idealizada de ésta.
En 2024, la Organización Mundial de la Salud reconoció oficialmente la adicción a las redes sociales como un trastorno, destacando su capacidad para alterar las conexiones neuronales y fomentar comportamientos compulsivos. Este reconocimiento no sólo subraya el alcance del problema, sino que también pone de manifiesto la necesidad de abordar el uso irresponsable de estas plataformas con medidas más contundentes.
Por otro lado, la economía tampoco ha escapado de las garras de estas tecnologías. Empresas gigates como Meta y Google continúan acumulando poder a expensas de pequeñas y medianas empresas, aprovechándose de un sistema que premia el uso de datos personales para diseñar campañas publicitarias extremadamente específicas.
Esto ha generado una concentración económica preocupante, dejando a los pequeños negocios en desventaja competitiva frente a los gigantes tecnológicos.
Mientras tanto, la automatización impulsada por la IA ha comenzado a desplazar a trabajadores en industrias tradicionales y creativas.
Sectores como la traducción, el diseño gráfico e incluso el periodismo han sentido el impacto de herramientas capaces de generar contenido en cuestión de segundos, dejando a muchos profesionales sin empleo y desprovistos de opciones viables de reconversión laboral.
En algunos países, el impacto ha sido particularmente severo en economías emergentes, donde la digitalización está eliminando empleos más rápido de lo que se crean las alternativas.
La convergencia de estos problemas –manipulación política, daños a la salud mental y concentración económica– refleja un sistema descontrolado que necesita urgentemente regulación.
Sin un marco ético y legal claro, las redes sociales y la inteligencia artificial están amplificando las desigualdades y debilitando las instituciones que sostienen la cohesión social.
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