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Publicado el domingo, 22 de julio del 2012 a las 01:35
Saltillo, Coah.- Al caminar por la calle Victoria y pasar frente al Cine Palacio, pocos son los que le ofrecen una segunda mirada. Sin embargo, casas y edificios de esta transcurrida avenida acapararon de inmediato la atención de Edward Hopper (Nyack, 1882 – Nueva York, 1967), un pintor norte- americano que plasmó, con una mirada realista y profun- da, varios aspectos de Saltillo.
Corría el año de 1943, el ejército de Estados Unidos con- tendía en el Pacífico sur y le otorgaba nuevos bríos a la ofensiva aliada durante la Segunda Guerra Mundial. Hopper, junto a su esposa Jo, se encontraba en México para pasar el verano después de un largo viaje en tren desde Nueva York.
Tras recorrer el DF durante un par de semanas, el artista seguía sin encontrar un sitio que lo inspirara. De manera providencial, la pareja se encontró con Katharine Kuh, quien trabajaba en el Instituto de Arte de Chicago y que también pasaba las vacaciones en la capital mexi- cana. El pintor aprovechó el encuentro y le preguntó a la coleccionista si conocía algún sitio donde él pudiera sen- tirse más a gusto, un lugar “sin monumentos reconocidos, o atracciones turísticas pintorescas” en donde lograra en- contrar un tema para su obra. Ella le recomendó visitar Saltillo, un “pueblo” furtivo que conoció durante su época de maestra en San Miguel de Allende.
“Saltillo me había provocado cierta impresión con sus barrios desgastados con bares, sin embargo resultó un salvavidas para Hopper. Tenía un parecido con una anómala y alejada sección de Chicago, y le ofreció a él un refugio de las distracciones que atraían a la mayoría de quienes visitaban México”, relata la propia Katharine en su libro “My Love Affair with Modern Art: Behind the Scenes with a Legendary Curator”.
Así, la pareja se dirigió a Saltillo, en donde encontró en el horizonte recortado por una ventana, ni a chicas so- litarias sentadas en amplias habitaciones. En las piezas que el norteamericano creó en esta región del país encon- tramos cielos amplios, de un azul luminoso; sierras que se erigen como fortines lejanos; filas de casas de colores vivos e hipnóticos.
En un apartado dedicado a la estancia del pintor en la capital coahuilense, Gail Levin describe “Palms at Salti- llo” (colección de Robert M. Bernstein), una obra en la que “Hopper muestra una vista de la superficie amarillo páli- do de un techo de adobe, con algunos árboles y edificios visibles a la distancia”. De esta primera estancia, en julio y agosto de 1943, nacieron además “Sierra Madre at Saltillo” (colección privada) y “Saltillo Mansion” (Museo de Arte Metropolitano).
Ni siquiera habían pasado tres años cuando la pareja regresó de nueva cuenta a México. Saltillo formó parte de este segundo viaje, aun- que en esta ocasión los Ho- pper viajaron en coche.
“El Hotel Arizpe, donde ellos habían comida en su visita previa, se convirtió ahora en su alojamiento. Su cuarto se abría hacia un techo desde el cual podían pintar. A pesar de sufrir una ola de calor, Edward comenzó a pintar una acuarela de los tejados (‘Roofs, Saltillo’), trabajando después de las cinco cuando la luz del sol se des- plazaba sobre los edificios. Desde el mismo sitio también pintó tres acuarelas más: ‘The Church of San Esteban” (La Iglesia de San Esteban), que representa una vieja iglesia misionera que data de 1592, una vista del cine ‘El Pala- cio’, y “Construction in Mexico’ (Construcción en México)”, describe Levin.
“Hopper decía que él se sintió prisionero en Saltillo porque estaba obligado a esperar los cielos azules con la luz correcta para poder terminar sus acuarelas. Él estaba particularmente sombrío, quejándose de que no le gus- taba la gente, la arquitectura o el clima. El 2 de julio, él y Jo dejaron Saltillo y se dirigieron al noreste, a través de Texas y Colorado”, agrega la autora. Sin embargo, y a pesar de los disgustos, la pareja volvió una vez más a la capital coahuilense en junio de 1951, cinco años después. De nueva cuenta, el matrimonio se hospedó en el hotel Arizpe, pero el calor, las rachas de viento y las lluvias repentinas, sumado a los problemas del pintor para adaptarse a la altura y la comida de la ciudad, causaron estragos en el ánimo del estadouniden- se. “Jo tuvo que dejar de pintar su propio óleo en el patio del hotel cuando Edward ‘se hartó de México’ y decidió abruptamente que como ya habían estado casi un mes en el país ya era hora de marcharse”, relata Levin.
Los Hoppers regresarían a México en diciembre de 1952, pero cambiarían su ruta para visitar Durango, Gua- najuato y Oaxaca. Producto de este viaje son las obras “Mountains at Guanajuato” (Montañas de Guanajuato), y “Cliffs near Mitla, Oaxaca” (Acantilado cerca de Mitla, Oaxaca). Finalmente, el pintor volvería al norte del país en 1955. El artista pasó 23 días en Monterrey, pero debido a la fatiga y la debilidad no pintó un solo cuadro. “La an- siedad sobre su salud y las constantes disputas por el de- seo de Jo de manejar el auto, hicieron que la pareja nunca más cruzara el sur de la frontera”, escribe Levin. Así ter- minó la relación pictórica entre Hopper y México. Formado en la New York School of Art, Edward Hopper es considerado por los expertos como uno de los fenómenos más complejos del arte del siglo 20. En una entrevista que el pintor concedió en 1959, resguardada en los archivos del Instituto Smithsoniano, el artista señala que “Pintar tiene que lidiar más plenamente y menos oblicuamente con la vida, y el fenómeno de la naturaleza, antes de que pueda convertirse en algo grandioso”.
Y esta búsqueda de la grandeza que realizó el pintor durante su trayectoria artística, puede rastrearse en su estancia en Saltillo. “Siempre interesado en más que una exploración puramente técnica, Hopper apreciaba la luz como una fuerza luminosa, y me explicó que ‘había una especie de euforia alrededor de la luz del sol que se posa sobre la parte alta de una casa’”, recuerda Katharine.
“Las acuarelas que Hopper hizo en Saltillo nunca fue- ron hechas con la intención de ser dibujos espontáneos; cada una fue diseñada cuidadosamente. En una entrevis- ta, años después, Hopper me dijo que sus acuarelas, en contraste con sus óleos, ‘fueron hechas desde la naturale- za”, explica Kuh. “Las acuarelas hechas desde el techo del hotel nos dicen menos de Saltillo que de Hopper…
Podría ser un pequeño pueblo encantador, pero Hopper lo hizo suyo, principalmente por el sesgo de su visión”, concluyó la cu- radora en su libro. Y aunque el sentimiento de apacible desolación y esas tardes luminosas que se extienden con- tra el cielo sólo pueden ser obra del artista, gracias a sus acuarelas una parte de la vida de Saltillo se contempla, y se reconoce.
Luminoso y espontáneo
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