“En el presente es la ligereza lo que nutre el espíritu de pesadez”.
Byung-Chul Han
El mundo está en crisis, asistiendo a la disolución de tradiciones, ideologías, utopías, viejas estructuras religiosas y promesas de la democracia, sin que el mercado haya propiciado los equilibrios que sus teóricos pronosticaban, ni la reciente proliferación de regímenes populistas, demoledores de lo ciudadano, dé soluciones efectivas a la inequidad, la pobreza, la inseguridad, la fragmentación social, la depauperación del empleo y el derrumbe en la calidad de vida, ni la ciencia y la tecnología hayan resultado la panacea para mejorar la vida cotidiana de los seres humanos.
El populismo está polarizando a las poblaciones nacionales, tanto como a las relaciones bilaterales y multilaterales, mientras el mercado, a través de la tecnología, ha inaugurado la era del marketing y el crédito como las nuevas formas de esclavizar a la humanidad. El primero, en el contexto de los vertiginosos y constantes cambios de la humanidad, pronto será historia. El segundo parece haber llegado para quedarse, es el que determina el baile y marca el ritmo.
La superficialidad, la distracción y lo efímero constituyen el fenómeno predominante en lo individual y lo colectivo, pautado por el marketing de la imagen personal en el contexto de las redes sociales, la comunicación digital y el consumismo. Agonizan la profundidad y la reflexión crítica, la conexión genuina con uno mismo se confunde con el trastorno antisocial y solo queda la pesadez interior, la percepción de lentitud, a la espera de que algo pase, el vacío existencial y, con él, ansiedad.
A nada podemos anclarnos ya. La familia está tan diluida y fragmentada como la sociedad misma. Ya no proporciona un marco de referencia ni de pertenencia ni de identidad. Nos buscamos en las redes sociales porque nos hemos vuelto incapaces de conectar en persona con otros. Y en ellas nos perdemos en lo vacuo, diverso y efímero de la virtualidad. Nos acercan a lo lejano y nos alejan de lo cercano, lo único que puede llenarnos el alma.
Sin ancla alguna, queremos ser auténticos y, haciendo pública nuestra vida, nos hemos vuelto narcisistas. Hoy la autoestima es cuestión de “likes”.
Nos quedamos, pues, sin estructura, como individuos y sociedades. Organizarnos para actuar como ciudadanos es más difícil que nunca porque la individualidad sin responsabilidad social es la nueva ideología, y a la vez más fácil, porque la tecnología nos permite comunicar instantáneamente y extender velozmente las causas sociales, pero también nos hacen vulnerables a la manipulación emocional y, por tanto, irreflexivos. La falta de reflexión convierte a los ciudadanos en masas, en “pueblo”, que sólo responderá a las voces que lo indignen y lo inciten al odio.
Sin cohesión social, por lo menos pretendida, sin relaciones genuinas, colocados en el mostrador de mercancía humana de las redes sociales, tratando de darle gusto a nuestros seguidores y peleando con nuestros “haters”, aspirando a un iphone como signo de estatus, obteniendo crédito para consumir más allá de lo necesario y trabajando para mal pagar el crédito, no solo perdimos el norte, sino nuestra capacidad, como individuos y sociedad, de darle sentido y contenido a la palabra democracia.
Si estamos descontentos con esta realidad, es más fácil empeorar nuestra situación colocando nuestro “wishful thinking” en el populismo, que nos promete resolver nuestros problemas sin que tengamos que levantarnos de la cama, que mejorarla asumiendo la responsabilidad personal, ciudadana y social que nos corresponde.
En la inmediatez de la posmodernidad es impensable tener que esforzarse para conseguir lo que se desea, porque no vislumbramos un futuro en el que vaya a ser útil o valioso, y porque el presente nos pone fácil y a la cara una serie de placeres que confundimos con felicidad y realización.
Todo esto se lo he dicho es para hacerle saber que sus malestares existenciales no son solo producto de su historia personal, sino el signo de su tiempo: la posmodernidad.
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