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| ¿Sabías que cada 28 de enero es tendencia en redes? Esto se debe a que esta fecha se ha vuelto popular por la canción ‘Lamberto Quintero’ de Antonio Aguilar.

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¿Quién fue Lamberto Quintero y porque se le recuerda el 28 de enero?

  Por Milenio

Publicado el martes, 28 de enero del 2025 a las 11:08


De todos los Quintero de Badiraguato dedicados al tráfico de drogas, quizá los más conocidos son Rafael Caro y su tío Lamberto, Lamberto Quintero

Ciudad de México.- Lo compuso el talentoso Paulino Vargas, “el padre del narcocorrido moderno”, pero lo popularizó Antonio Aguilar, quien luego filmó la película donde resalta la supuesta filantropía del traficante. El célebre Chalino Sánchez también grabó la canción antes de que lo mataran como a uno de sus personajes.

UNO. El corrido de Lamberto Quintero bien puede ser la introducción a 1976, el año más violento registrado en Culiacán, Sinaloa. No importa que no lo hayan matado tal cual dice la canción. O sea: sí lo seguía una camioneta desde que salió de la ciudad, sí iba con rumbo a El Salado, sí iba tomando cerveza, sí cargaba con metralletas, sí hubo un enfrentamiento pasando El Carrizal, pero no dejó muerto a ninguno de sus enemigos ni estaba platicando con su novia cuando “unas armas certeras la vida le arrebataron”. Y no importa porque uno de los pactos del corrido es la ficción.

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DOS. En 1991 el veterano y fallecido periodista José María Figueroa publicó el libro La muerte de Lamberto Quintero, editado por El Diario de Sinaloa. Ahí cuenta que la gran frustración de Lamberto era ser “pelón como una bola de billar”. Se le empezó a caer el cabello a los 22 años. Desde entonces ni para dormir se quitaba el sombrero tejano, “encasquetado hasta las orejas”.

En una de las pocas ocasiones que usó peluca, ésta salió volando después de discutir con una mujer que le alcanzó a dar un sape. Criado en el patriarcado más duro, Lamberto le regresó los golpes. Por eso suena lógico que Figueroa lo haya perfilado como “controlador de mujeres”, “enamorado con amoríos por dondequiera”, el típico hombre que procrea hijos como si fuese una necesidad.

“Vestía coordinados y zapatos del mismo color. […] Era bien parecido, de piel blanca, con los ojos azules. Se ganó el apodo de El Bonito”, escribe Figueroa. Además de la pasión por los caballos y por la música de tambora –solía seguirlo una banda fundada por sus parientes llamada La Banda del Carro Rojo, en honor al corrido de Paulino que apenas en 1975 habían grabado Los Tigres del Norte—a Lamberto también lo movía el negocio casero: el tráfico de marihuana y la goma de opio.

Lamberto se vuelve enemigo de las familias de Badiraguato

TRES. Figueroa ubica el árbol genealógico de Lamberto en Santiago de los Caballeros –en el Triángulo Dorado, epicentro del narcotráfico–, cuya cabeza es Eliseo Quintero, un mayor revolucionario que fue diputado dos veces por Badiraguato y que, en 1919, a los 34 años, sustituyó provisionalmente al gobernador sinaloense.

El reportero no lo menciona, pero Eliseo –de acuerdo con lo rastreado por el historiador Froylán Enciso–, se dedicó luego a la producción y comercialización de opio y, para venderlo, aprovechó las relaciones políticas que había trabado en Culiacán. Según el periodista, “los Quintero llevaron a su pueblo [Santiago de los Caballeros] energía eléctrica, construyeron una carretera, levantaron una moderna iglesia y edificaron un cementerio”.

Al igual que los Quintero, la familia Lafarga, la otra protagonista de esta historia, era una banda de gomeros, pero del municipio de enfrente: San Ignacio. “Fueron unos ricos hacendados que quitaban y ponían a su antojo alcaldes y diputados representantes del municipio”, escribe Figueroa. Cruz y Francisco Chico Lafarga, los patriarcas, ganaron mucho dinero comprándole el oro que contrabandeaban los mineros de El Tambor, en las décadas de 1920 y 1930.

Los hijos, Alberto, Fortino y Cruz heredaron cabezas de ganado y riqueza que pronto dilapidaron. “Las malas compañías los empujaron a cometer actos delictivos que eran solapados por la [Policía] Judicial, a la que le pagaban sus servicios espléndidamente”. En la bancarrota, los hermanos Lafarga decidieron dedicarse de lleno al narcotráfico. La competencia, sin embargo, no fue el origen del pleito entre estas familias. “Fue la venganza” y “de carambola”.

CUATRO. Todo comienza en 1971, cuando las mafiosas y unidas familias Vega y Payán, de El Tamarindo, se agarran a balazos durante “un juego de pelota” y muere uno de los “Payanes”. Así pasan cuatro años de asesinatos mutuos. La guerra entre las dos familias trasciende a finales de 1975, cuando Ramón Otáñez Lafarga, El Yuco, primo de los Lafarga, está platicando con un policía judicial frente a un taller mecánico y, de improviso, suenan disparos.

El policía es asesinado al instante. El Yuco desenfunda su pistola y le devuelve los tiros al atacante: Macario Payán Páez. Pasados los días, El Yuco también es baleado. Los Otáñez Lafarga suponen que el responsable ha sido uno de los Payanes. En su búsqueda, encuentran a Pedro Páez Payán. Después de un interrogatorio, los Lafarga se enteran de que Pedro es primo de Lamberto Quintero y que suelen echarse sus cervezas cada tanto. Entonces culpan a Lamberto de proteger a los asesinos y de proporcionarle armas y dinero.

CINCO. Es 1976 y el Cinema Culiacán 70 exhibe Pistoleros de la muerte, de Juan Manuel Herrera, cuya frase publicitaria decía: “cuando desenfundan lo hacen para matar”.

En ese año, también, Lamberto Quintero aún no es considerado uno de los grandes traficantes. Ese título lo tiene su sobrino, Rafael Caro Quintero, quien para entonces ya produce al año entre 200 y 300 kilos de marihuana, de acuerdo con una nota de Excélsior. Según Enciso, 1976 es el año más violento en la historia de Culiacán con 217.2 homicidios por cada cien mil habitantes.

Pero apenas estamos a 29 de enero y El Sol de Sinaloa publica la noticia: “Dos personas murieron a balazos en El Salado”. La nota no ofrece detalles de los hechos, pero sí proporciona los datos de los muertos: “Los victimados son David Manuel Otáñez Lafarga, de 24 años, alias El Chito, quien recibió un balazo en la región abdominal del lado izquierdo; y Lamberto Quintero Páez, de 36, a cuyo cadáver se le apreciaron tres heridas causadas por proyectil de arma de fuego, dos en el costado izquierdo a nivel de la línea axilar y otra que le destrozó la femoral del mismo lado”.

La nota registra que los cadáveres han sido trasladados a la funeraria San Martín para ser entregados a sus familiares.

Figueroa recoge en su libro la primera versión que circula sobre el asesinato: que desde que Lamberto sale de Culiacán, a bordo de una pick-up y acompañado por su sobrino Miguel, se da cuenta de que lo sigue una camioneta. Que al llegar a El Salado dicho vehículo se les empareja “con aviesas intenciones”. Que Lamberto “les gana el jalón” y les dispara. Que alcanza a herir a uno: El Chito. Que el otro, Fortino Lafarga, El Tino, el conductor del vehículo sigue vivo de milagro. Que éste traslada a su primo a Culiacán, lo hospitaliza en la Clínica Ovalles, donde es operado de emergencia. Que luego va a buscar a su hermano Alberto, El Mano Negra, y a dos pistoleros más “para cobrar pronta venganza”.

Se dirigen a El Salado. Detectan a Lamberto en el exterior de un restaurante, junto con un grupo de vecinos. Que, sin bajarse del carro, los Lafarga sacan los R-15 y disparan contra ellos. “Ahí quedó exánime, acribillado, Lamberto Quintero”. Que Trinidad Páez, primo de Lamberto, la ha librado gracias a que la bala ha pegado primero a la cacha de su pistola. Que es trasladado a Culiacán y llevado a la Clínica Santa María para que lo curen. Y que mientras El Chito muere en el Ovalles, un juez da fe del cadáver de Lamberto.

Lamberto Quintero muere con el sombrero puesto

SEIS. Días después del asesinato, el periodista sinaloense Enrique Ruiz Alba reconstruye los hechos con los testigos. Se encuentra con que Lamberto sale de Culiacán rumbo a El Salado, a 150 kilómetros al sur, no para dar una vuelta como dice el corrido, sino para supervisar a sus trabajadores en el rancho El Varal, donde tenía ganado. En el camino van “tomando cerveza” y sí: su compañero le dice: “Nos sigue una camioneta”. Y sí: Lamberto sonríe, pero quién sabe si dice: “¿Pa’ qué son las metralletas?”.

Lamberto Quintero muere con el sombrero puesto

SEIS. Días después del asesinato, el periodista sinaloense Enrique Ruiz Alba reconstruye los hechos con los testigos. Se encuentra con que Lamberto sale de Culiacán rumbo a El Salado, a 150 kilómetros al sur, no para dar una vuelta como dice el corrido, sino para supervisar a sus trabajadores en el rancho El Varal, donde tenía ganado. En el camino van “tomando cerveza” y sí: su compañero le dice: “Nos sigue una camioneta”. Y sí: Lamberto sonríe, pero quién sabe si dice: “¿Pa’ qué son las metralletas?”.

No ha transcurrido ni una hora cuando varios hombres, trepados en un Ford LTD blanco, con la capota guinda y sin placas, llegan a El Salado. Pasan a una distancia mayor de 30 metros, Lamberto no los reconoce, y siguen de frente. Regresan un minuto después y abren fuego. Quintero cae muerto cerca de la banqueta. También matan a uno de sus amigos y lesionan a otros cinco. Miguel corre presuroso hasta el restaurante. Dispara pero no le atina a nadie.

Margarita Tapia, hija de doña Chelito, presencia los últimos momentos del traficante: “Cuando lo balacearon, vengo de adentro, él estaba con sus tíos, yo salí y, al ver a Lamberto tratando de cubrirse en un pilar, me desmayé. Creían que también me habían disparado”. Margarita le cuenta al reportero que Lamberto decía que “cuando lo mataran no iba a perder el sombrero, porque estaba calvo”, y así ha sido: muere con el sombrero puesto.

Lamberto es enterrado en Jardines de Humaya, el panteón donde sepultan a los traficantes sinaloenses y que, más que un cementerio, parece un lujoso y extravagante fraccionamiento con indudable arquitectura ‘art narcó’.

El combate más sangriento de Culiacán, tras la muerte de Lamberto Quintero

SIETE. El viernes 29 de enero, luego de sepultar a Lamberto, seis hombres armados, trepados en una Ford Guayina color café, se estacionan frente a la Clínica Santa María, el céntrico sanatorio en Culiacán donde está hospitalizado Trinidad Páez Soto, el que salvó la vida en el primer enfrentamiento, cuando El Chito y El Tino se les acercaron en la camioneta.

Desde la azotea, con un R-15 en bandolera, un joven de no más de 22 años vigila la entrada y salida de todo el mundo. Se llama Héctor Caro Quintero y se ha casado apenas la semana pasada. A todos los vecinos les ha pedido que mejor no salgan de sus casas. El sábado 30, al mediodía, los Lafarga rodean las calles aledañas a la Santa María. No para atacar, sino para custodiar el paso del cortejo fúnebre que acompaña el cadáver de El Chito. Además, han colocado pistoleros dentro de la capilla de Nuestra Señora del Carmen, donde la procesión le hará una misa de cuerpo presente.

En la reconstrucción que hace Figueroa, a las 15 horas parte la carroza. Sale de la casa de El Chito en la colonia 5 de Mayo. Al llegar a la calle Juan Aldama, una mujer detiene la procesión. Ha sido enviada por el sacristán de la iglesia para avisarles que no se acerquen porque hay hombres armados y van a matarlos a todos. Lo que ignora el sacristán es que los pistoleros son gente de los Lafarga y están en la iglesia para proteger al cortejo.

La gente huye. El chofer de la carroza da vuelta y se dirige al Panteón Civil, donde los sepultureros le ayudarán a bajar la tumba. En la confusión, los Lafarga se acercan a la calle Francisco Villa, donde sus pistoleros ya estén prestos para el combate más sangriento en Culiacán. Como dice el corrido: vuelven a sonar los tiros.

El conocido periodista Tonico Pineda titulará su columna 30 minutos de horror. Basta decir que en la esquina de Villa y Corona, afuera de la Clínica Santa María, queda el cuerpo de Héctor Caro Quintero, sin cabeza.

Aunque el corrido dice que mueren diez hombres, no habrá certeza sobre el número, pues cada bando se ha llevado a sus difuntos “como costales llenos de papas”. Pero se sabe que la mayoría no pasaba de los 25 años. Que una niña y un adolescente han resultado heridos. Que las policías judicial y municipal no han intervenido. Y que el ejército, solicitado por el gobernador Calderón, se ha presentado cuando todo ha terminado.

Así fue la venganza por la muerte de Lamberto Quintero

OCHO. Figueroa cuenta en su libro que, después del enfrentamiento, los Lafarga huyen a la Ciudad de México. “Los hermanos Alberto y Fortino, junto con su primo Cruz, buscaban, a como diera lugar, salvarse de la ira de los Quintero”. Consiguen empleos secundarios en el entonces Departamento del Distrito Federal. Con el dinero que ganan le pagan a Ismael Armienta, de El Fuerte, Sinaloa, para que le componga un corrido a El Chito. Pero ni corrido ni salvación. A Cruz le tienden una trampa en su pueblo San Ignacio. A Alberto, el temible Mano Negra, lo asesinan un mes después en el Ajusco mientras hace trabajos de reforestación. Y a Tino lo matan ese mismo día en su domicilio.

NUEVE. Luis Montoya, músico e historiador del corrido, entrevistó varias veces a Paulino Vargas. Por eso le pregunto sobre el corrido. Me dice:

“Paulino era amigo de Lamberto, varias veces le tocó. Una mañana en Los Mochis, estando de gira con Los Broncos de Reynosa, Paulino vio el periódico y se percató que a su antiguo conocido lo habían matado. Cuatro años después, en un hotel de Guamúchil, compuso el corrido como homenaje a Lamberto. Las radiodifusoras lo difundieron mucho, hasta que el gobierno pidió que no lo hicieran. En 1987, sin embargo, se estrena la película, producida y protagonizado por Antonio Aguilar y luego, en 1991, Chalino Sánchez graba el corrido”.

Paulino pasó de cantarle a los presidentes de México y de otros países del mundo a cantarles a los traficantes. “Es que esos sí pagaban”, solía contar el inigualable músico y agregaba: “Yo veía que a las reuniones con traficantes llegaban generales, comandantes, gobernadores, alcaldes. Entonces yo pensaba que no era tan malo”.

Paulino también fue testigo de un capítulo entre Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca Carrillo con Enrique Camarena Salazar, el agente de la DEA que esa Narquísima Trinidad mandó a secuestrar. Pero ya me desvié: yo vine a hablarles de Lamberto Quintero.

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