POR: JORGE VOLPI
Tras un primer mandato dominado por los exabruptos y la mentira -y por un regreso al pensamiento teológico que privilegia el discurso sobre los hechos-, fue incapaz de reconocer su derrota. Furioso y envalentonado, se inventó un fraude electoral, alentó sin tregua a sus seguidores para que lo secundaran, forzó cuanto pudo las reglas del juego -y encaminó al abismo a su partido- y, en un desesperado intento por eludir la realidad, azuzó a una pandilla de radicales para que impidiesen la toma de posesión de su sucesor y asaltasen el Capitolio.
A partir del momento en que no tuvo otro remedio que entregar el poder -al final, las instituciones resistieron in extremis-, Donald Trump comenzó a tramar su regreso. Todavía hoy suena inverosímil que alguien que atentó directamente contra el más elemental principio democrático, el respeto al voto, haya logrado salirse con la suya y regresar, con un poder mucho mayor que hace ocho años, a la Presidencia del país más poderoso del planeta. ¿Cómo es posible que la nación que se precia de ser la democracia más antigua del mundo -aunque haya sido siempre limitada y disfuncional- no haya sido capaz de prevenirlo? ¿Y cómo quien además de todo es un criminal convicto pudo salir indemne de cualquier intento por hacerlo pagar por su desafío y encontró la manera de aprovecharse de los fallos del sistema para obtener lo que hace cuatro años se le negó de manera tan rotunda?
La segunda victoria de Trump revela que la democracia -cualquier democracia- puede ser desmantelada desde dentro si se consigue provocar una inversión de sus valores: justo lo que en su momento hicieron Mussolini o Hitler para llegar, por la vía electoral, a un sitio desde el que podían deshacerse de cualquier control. Por exceso de confianza, lentitud procedimental, deslices humanos y extrema impericia, ni los demócratas ni el aparato de justicia estadunidense lograron impedir que se presentara a las elecciones y, una vez que lo hizo, ya era demasiado tarde: Trump había logrado una mayoría favorable entre los jueces de la Suprema Corte y, peor, el apoyo decidido de los mismos que lo votaron en 2016: una perversa coalición de evangélicos, conservadores, oligarcas libertarios -con Elon Musk o Peter Thiel en primer término-, en su mayoría hombres blancos desencantados, a quienes sus despropósitos y falsedades les tienen sin cuidado mientras cumpla la agenda que les ha prometido: la fantasía no de Make America Great Again, sino de devolverles el estatus y el poder que han perdido.
Los cuatro años del Gobierno de Biden han sido, en su reverso, aquellos en los que Trump, vejado y humillado, se consagró en cuerpo y alma a planear su vuelta: como ya ha adelantado, en los siguientes cuatro ejecutará su venganza. ¿Contra quién? Contra todos los que se le opusieron y contra esos monstruos que él mismo se inventó para exacerbar los ánimos de sus acólitos: los migrantes que se convierten, así, en los primeros blancos de su rabia. Es decir: los eslabones más débiles de nuestras actuales sociedades convertidos -como los judíos o los gitanos en el Tercer Reich- en sus demonios.
De forma concomitante, en México 2024 también ha sido el año de la venganza: una venganza tardía, operada por su sucesora, de otro hombre egocéntrico y mendaz contra sus adversarios o contra aquellos que, otra vez, él ha imaginado y construido como sus enemigos. Lo curioso es que, aquí, López Obrador dispuso por seis años de un enorme poder que no hizo sino consolidarse en las pasadas elecciones: la abrumadora victoria de Claudia Sheinbaum lo hizo creer que disponía de la legitimidad para cumplir cabalmente con sus caprichos y, desde luego, con su postrer venganza. La destrucción del Poder Judicial y los órganos autónomos -y, de paso, por su propia estulticia, del conjunto de la oposición- no puede ser entendida de otro modo: un calculado desmantelamiento de la democracia en aras de la democracia, esto es, de esa antigua forma de autoritarismo que identifica al partido (una parte de la sociedad) con la totalidad del pueblo. La conjunción de ambas venganzas nos arrastrará, en 2025, a uno de los años más ominosos que se recuerden.
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