Juan José Millás señala que los políticos tienen tantos problemas personales que es imposible que resuelvan problemas ajenos. Habla de la clase política española, pero el deterioro de la función pública es mundial.
El solo hecho de asumir un cargo de responsabilidad provoca estrés. Las personas que ingresan a la compleja maquinaria de la dominación se ven sometidas a una neurosis de Estado. Si actúan con honestidad y no tienen grandes tropiezos, se jubilarán sin mayor daño que una úlcera duodenal. Pero la política es el inquietante reino de la ambición sucesiva, donde se ocupa un puesto para conseguir otro puesto. A cierto nivel, el señor licenciado adquiere una fuerza que no le otorgó su título y puede confundir los intereses de la patria con los de su cartera.
Cuando eso se descubre, debe dedicar todas sus energías a justificarse. Quien plagia su tesis argumenta que la copia es un homenaje y el copy paste una “intertextualidad”. Quien engaña a su esposa y embaraza a su amante busca que un guionista de telenovela justifique su intimidad. Quien usa un avión privado para ir a jugar golf declara que en el green logró insólitos acuerdos. Quien vende su voto a otro partido, se desdice de las convicciones que en realidad nunca tuvo y explica su viraje ideológico con palabras que hasta ese momento ignoraba. Quien insulta y discrimina evita el riesgo más temido por el mexicano -pedir perdón- y se ampara en una tradición respetable: la picardía popular. Quien llega a un cargo por nepotismo construye un discurso de autonomía de los poderes. Quien comete un desfalco procura que un subordinado se eche la culpa. Quien se contradice vuelve a contradecirse para que su mitomanía parezca lógica. Quien rompe un pacto secreto persigue a la persona que traicionó antes de que ocurra lo contrario. Quien habla lento se adiestra en hablar más lento para que su torpeza se convierta en recurso de estilo.
Todo eso es difícil y toma tiempo. Y lo que los políticos menos tienen es tiempo. Cuando Norman Mailer contendió como candidato a Alcalde de Nueva York descubrió que le faltaban minutos para dormir: “El sueño es la droga de los políticos”, afirmó.
¿Cómo soporta la tensión quien apenas duerme? Las y los atribuladas y atribulados mujeres y hombres del presupuesto recurren a algún amorío, copetines de ocasión, calmantes y estimulantes. Deberían entrar a terapia, pero está mal visto que un funcionario vaya al siquiatra. Uno de los síntomas de esa enfermedad es que quien la padece no puede asumirse como paciente. El sujeto político sufre, pero no se quiebra. En vez de tenderse en un diván tres veces a la semana, busca remedios alternos de los que poca gente se entera. Chamanes, astrólogos, adivinos, practicantes de reiki, lectores de pelos, expertos en feng shui, mentalistas, videntes y profetas new age son contratados como “asesores”. Las tribulaciones no necesariamente se resuelven, pero reciben paliativos esotéricos.
Hay que tener empatía ante este malestar ajeno. Imaginemos lo que significa vivir cometiendo errores que no se pueden aceptar, bajo el escrutinio del ojo público. Cualquier resbalón es motivo de escarnio y, como el descrédito del oficio es tan intenso, a veces la gente exagera. El diputado que echa un sueñito en su curul es inmortalizado en los medios como un inútil al que le pagan por dormir. Las ansias de poder causan efectos secundarios.
Tarde o temprano los abusos pueden ser descubiertos. ¿Por qué, entonces, se siguen cometiendo? Porque rara vez hay consecuencias. Las y los licenciadas y licenciados han estudiado Derecho y saben que aquí la ley no se cumple. El único castigo suele ser el desprestigio, la burla en las redes, los memes que no se olvidan. Eso no es suficiente para que impere la honestidad, pero pone nervioso. El servidor público infamado como trending topic se dedica en lo fundamental a cultivar su neurosis. La impunidad salva pero acalambra.
Me atrevo a plantear un remedio. Aunque no todos los políticos son corruptos, abundan las patologías que los apartan del camino recto. Urge un programa nacional de salud para las alteraciones de la conducta producidas por el Estado, con rigurosa supervisión ciudadana.
No hay duda de que el programa de rehabilitación para las perturbaciones del poder sería muy costoso. Pero más costoso es que esas personas gobiernen.
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