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Coahuila

El Juez de Hierro

Por Carlos Gaytán Dávila

Hace 4 semanas

Nacido en Saltillo y difunto en esta misma, el llamado “Juez de Hierro”, como el periodista Tanis Molina lo calificara a través de las páginas del periódico El Sol del Norte, era hijo de un antiguo comandante o jefe de policía, de los que salían del puesto con la vida modesta que habían antes, durante y después del cargo; fue un gran ejemplo que, durante su vida, el “master” en Derecho, don Antonio Gutiérrez Dávila, siguió al pie de la letra.

Vecino del Centro de la ciudad, recorría la calle Castelar y otras de ese paso para llegar al Ateneo Fuente y abandonó esas calles para viajar a la Ciudad de México a estudiar la carrera que le dio definición a su ser, hacer y decir.

Una vez graduado, don Antonio fue funcionario en el Gobierno del Estado, para después involucrarse en la función que durante su existencia laboral le trajo tantas satisfacciones como impartir la cátedra.

Como juez de lo penal, el maestro Gutiérrez, fue uno de los más duros y aguerridos defensores del orden, la ley y la integración social, pero siempre con ese humanismo que lo caracterizó.

Conocedor de todos los recovecos, reformas, interpretaciones y chicanas del Derecho Penal y su proceso, era docto al decidir que destinó la libertad o la prisión a los procesados con una rectitud insobornable. Haga usted un cálculo aproximado de cuántas sentencias haya dictado el señor Gutiérrez a lo largo de sus 35 años de carrera profesional.

Sus alumnos del Ateneo Fuente y la Facultad de Jurisprudencia lo recuerdan con cariño.

Hay muchas anécdotas de este especial maestro saltillense como, por ejemplo, en época de exámenes “se hacia el dormido” en clase, para luego sorprender a los que copiaban, a veces hasta se ponían a leer el periódico para despistar al enemigo. La Facultad de Jurisprudencia su otra casa, como él decía, le otorgó en un tiempo el grado de decano.

En la escuela de leyes raramente no daba Derecho Penal, sino Introducción al Derecho y Derecho Civil Primero.

Sus sesiones eran otro mundo; envolvían sus conceptos y explicaciones de las diversas teorías que fundamentan el derecho escrito y, con ligera voz, era conocedor de una didáctica muy singular.

A veces no se sabía si estaba hablando en serio o en broma, pero era respetado y respetable, muy querido por su gente. Los exámenes de Leyes eran toda una formalidad, pues el alumno debería escoger dos fichas del escritorio y exponer ante dos maestros los temas que en ellas se contenían en número.

Los de introducción eran otra cosa, don Antonio y el licenciado Isauro Fraustro eran los titulares; estaba el alumno exponiendo el tema y, cuando se detenía en algo que no sabía, don Antonio hacia su silla para atrás y movía los labios con la respuesta, a veces el alumno no entendía y, rojo de coraje, le decía la respuesta en voz alta.

Dudo mucho que los abogados que pasaron por su cátedra hayan olvidado los conceptos que enseñó el maestro Gutiérrez. Magistrado ya del Supremo Tribunal de Justicia, del que fue presidente, enfermó y salió prácticamente de su labor a morirse.

 

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