Por: José Antonio Crespo
En 2018, muchos observadores advertían que el probable triunfo de López Obrador implicaría un riesgo muy alto a la democracia que, con todas sus insuficiencias y limitaciones, se había logrado construir en las últimas décadas. Había muchos indicios de lo que decía y hacía hasta entonces como para inferirlo.
La mayoría de los electores (no digamos los fanáticos obradoristas, sino incluso electores más independientes) les parecía una exageración, una idea meramente propagandista o producto de paranoia política.
Conforme fue haciendo de las suyas, muchos de quienes por él votaron (sin ser fanáticos) se le fueron alejando e incluso muchos se volvieron muy críticos.
Pero el daño ya estaba hecho; AMLO ya tenía suficiente poder para, poco a poco, irlo incrementando y simultáneamente ir golpeando la arquitectura democrática.
Después de 2021, él decidió orquestar una elección de Estado, atropellando la ley electoral. ¿Cuánto dinero pusieron los gobiernos estatales de Morena y el federal? Nunca lo sabremos.
Además, hay muchos indicios de que el mismo día de la elección de este año hubo algún grado de fraude (boletas planas, caída del sistema para meter actas falsas y sustituir a las auténticas, etc.).
El caso es que logró un triunfo arrollador, pero no la mayoría calificada que necesitaba para desmantelar lo que quedaba de la democracia.
Pero como tuvo el cuidado de cooptar previamente a la mayoría del TEJPF, este le regaló esa mayoría a través de un fraude constitucional: utilizar dos criterios distintos y opuestos para interpretar un mismo artículo (el 54).
Al tener mayoría calificada, automáticamente ya no se puede hablar de una democracia, pero además se sabía que sería utilizada para acabar con los contrapesos que aún estuvieran de pie, empezando por el Poder Judicial. Y en eso estamos.
Y salió la reforma judicial para que los ciudadanos “elijan” en las urnas a jueces, magistrados y ministros. Por definición elemental del concepto de “división de poderes”, propio de la democracia, tres poderes con el mismo status tienen distintas facultades y los otros dos deben acatar sus decisiones.
Pero cuando la Corte decidió revisar si no había contradicciones entre la nueva reforma y la Constitución vigente (y los derechos humanos y tratados internacionales), la Presidenta y su partido le desconocieron esa facultad.
Incluso de haberse aprobado el proyecto del ministro González Alcántara, y de acatarlo Claudia (escenario ilusorio), la Corte como sea quedaría subordinada al Ejecutivo en una elección cara, absurda y amañada. Y vendrá después la desaparición y subordinación de instituciones autónomas.
AMLO ha logrado el objetivo planteado por el Foro de Sao Paulo, que busca sustituir la democracia “burguesa” por una popular, es decir, una dictadura que se ejerce en nombre del pueblo (ya que el demagogo en cuestión ya no se pertenece, sino que le pertenece a ese pueblo).
Señala el Foro de Sao Paulo en sus documentos (2017): “El poder popular se expresa como el control del poder político del Estado… como una propuesta y una experiencia en marcha, encaminada a superar la democracia liberal burguesa, punto de partida de nuestras transformaciones”.
Dichas transformaciones se supone que llevarán pronto a la utopía que soñaba Marx. Pero ha resultado al revés.
Dice también el Foro que se trata de obtener “una posición política empeñada en acceder a la influencia y el control de las instituciones públicas del Estado: Gobierno, parlamento, alcaldías, poder judicial y electoral, fuerzas armadas; así como por la construcción de una opinión pública que dispute la orientación moral e intelectual de la sociedad”. Pues ya estamos ahí.
Notas Relacionadas
Hace 4 horas
Hace 4 horas
Hace 5 horas
Más sobre esta sección Más en Nacional