Se entrevén tres desenlaces posibles ante el connato de crisis constitucional en el que el Gobierno y su mayoría en el Congreso han hundido al país. El martes que viene, el mismo día en que los norteamericanos elegirán tal vez a Donald Trump como presidente por segunda vez, la Suprema Corte en México deliberará sobre la constitucionalidad de la reforma al Poder Judicial. Claudia Sheinbaum decidirá entonces si acata el fallo de la Corte, o no.
El primer desenlace posible es improbable. La Corte votaría en contra de la ponencia del ministro González Alcántara, o no habría ocho votos, para decretar la inconstitucionalidad de la reforma judicial. Al contrario: se afirmaría la constitucionalidad de la misma, y desaparecería el conflicto en el Poder Judicial y los otros dos poderes. El Gobierno habría visto pasar la bala de cerca, pero nada más. Yo pensé hace algunas semanas que esta hipótesis era la más verosímil, pero parece que no será el caso.
La segunda posibilidad radica en la aprobación por ocho votos de la ponencia de González Alcántara, es decir, de invalidar la elección por el sufragio universal de los jueces y magistrados de todo el país, aceptando la de los ministros de la Corte y del nuevo Tribunal de Disciplina. No comparto varias de las tesis que justifican el contenido de dicha ponencia, pero si resulta que se trataba de la única posibilidad de lograr el acuerdo del bloque de ocho ministros, ni hablar. En este caso, después del fallo de la Corte, el Ejecutivo se allanaría a la propuesta salomónica de González Alcántara y todo quedaría por la paz. Me parece altamente improbable este escenario. Los gobiernos de la 4T no reculan, y Sheinbaum no retrocederá sobre esta reforma (ni sobre las demás del famoso Plan C).
El tercer resultado hipotético consiste en la misma aprobación de la ponencia de invalidación parcial, acompañada del desacato por parte del Gobierno y de Morena. La 4T sostendría que la Corte carece de la facultad o competencia de pronunciarse sobre la constitucionalidad de reformas constitucionales, tanto antes como después de la aprobación de la “supremacía constitucional”. Aprobación que en todo caso incluye un transitorio de virtual retroactividad, inhabilitando a la actual Corte para tomar cualquier decisión de esta naturaleza.
Este desenlace, que considero el más viable, hundiría al país en una crisis constitucional y de litigios infinitos. El Ejecutivo se encontraría en franco desacato de un fallo del Poder Judicial; 8 de 11 ministros con la renuncia presentada habrían revertido una modificación constitucional debidamente aprobada; el oso internacional se antojaría mayúsculo.
Pero sobre todo, a partir de junio de 2025, cuando serán electos -ilegalmente, según la Corte- centenares de jueces y magistrados, se producirá un verdadero tsunami de amparos ante cualquier decisión, fallo o sentencia de los nuevos integrantes del Poder Judicial. Los abogados de todos los “perdedores” en todos los juicios en los cuales participó un “nuevo” juzgador, alegarán que este último no tiene facultades para emitir fallo alguno, ya que su existencia misma fue declarada ilegal por la Suprema Corte. A la larga, los amparos se caerán, por una razón u otra, pero mientras, reinará un caos jurídico en el país.
No tiene mucho sentido preguntarse si el nuevo Gobierno debió haber evitado semejante calamidad política, jurídica y económica, en víspera de la revisión del T-MEC. Desde el 5 de febrero, cuando López Obrador presentó sus reformas del Plan C, era evidente que si Morena lograba, por angas o por mangas, una mayoría calificada en ambas cámaras, no habría negociación o marcha atrás alguna. Ya veremos si se trata de un proceder que se repetirá a propósito de todas las reformas del Plan C, o sólo de esta. Pero de esta, no creo que pueda haber duda alguna. Como decía la canción de Carlos Puebla, “La Reforma Agraria va, de todas maneras va”. O como le preguntó Castro a Cienfuegos: “¿Voy bien Camilo?” Para que respondiera: “Vas bien, Fidel”.
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