Resulta inaceptable todo lo que está sucediendo en el mundo. Cada vez los seres humanos pareciera que nos alejamos unos de otros; de una convivencia sana y pacífica para convertir todos los espacios habitables en una especie de campo de batalla.
No nos damos o no queremos darnos cuenta de que el saldo que dejan los conflictos no es saludable para nadie, para ninguno de los participantes.
En todo pleito -del tipo que sea- se inicia por diferencias y quien empieza es la persona que cree tener la razón. Lo peor, es que no es fácil encontrar puntos de acuerdo para una pronta solución.
Por tal motivo, las guerras se extienden en tiempo y nadie sabe cuándo habrán de concluir. Y pueden pasar años sin que se llegue a finalizar un conflicto bélico, que los mismos involucrados -o sea quienes están en el campo de batalla o las familias que viven la angustia y el dolor de las pérdidas- desean poner punto final a la guerra.
Para sanar las heridas ¿Bastará con un simple apretón de manos? ¿Con enterrar a los muertos? ¡Por supuesto que no! Se podrán limpiar los escombros o reconstruir edificios, pero el corazón tarda en sanar por las ofensas recibidas y por todo lo que conlleva.
Las pérdidas materiales con el tiempo pueden irse recuperando, pero jamás -lo que con esfuerzo y amor se construyó un día- la familia. Un solo miembro que falte representa una gran pérdida y un dolor terrible para quien lo vive.
Es en esos momentos tan difíciles e inexplicables que surge la pregunta ¿vale la pena iniciar un conflicto? El que sea.
Considero que no por una sencilla razón: Porque las partes involucradas quedan dañadas; sea física o emocionalmente.
Hoy en día -no es precisamente común pero sí sucede- se han incrementado los problemas en familia, en la escuela, en el campo laboral; en la sociedad. ¿Qué está sucediendo? ¿A qué se debe el cambio de actitudes?
Ya no se piden las cosas por favor, se ordena. No se sugiere, se agrede. No se guardan las composturas, se grita o se dicen malas palabras. Groserías, hoy muy común escuchar.
Antes se escuchaban en los hombres, pero hasta ellos sabían dónde y con quién. Si había una dama cerca, los señores también guardaban compostura.
Hoy, la vulgaridad es pareja, hombres, mujeres, la igualdad llegó hasta en un mal comportamiento. Un cambio de verdad radical. La educación se fue de vacaciones y no ha regresado.
Y es muy lamentable porque los jóvenes están captando como esponjita todo lo que ven, todo lo que se les da, ya no distinguen lo bueno de lo malo, simplemente aprenden y mal. Es triste y muy lamentable que niños y jóvenes estén alimentando su mente, su corazón de cosas negativas, sobre todo, con gran dosis de agresividad.
En política ¿Qué ejemplo pueden tener al ver en lo que han convertido algunos políticos un Congreso, un Senado? La misma Presidencia. Y quienes deberían representar un modelo a seguir, se ven rebasados por la ambición, la mentira y hasta practicar la traición a las instituciones, a la propia Constitución, la que no se respeta, como está sucediendo actualmente.
¡Cómo no recordar nuestra propia niñez! Una etapa maravillosa que vivimos y donde aprendimos a respetarnos todos. Algunas diferencias, sin duda, por ejemplo, en los niños, mismas que se resolvían sin que trascendieran para llegar a los golpes. Las niñas, al menos las que conocí y con las que me tocó convivir, fuimos más tranquilas.
Una etapa donde aprendimos valores y los practicamos. Por eso es muy difícil que quien vivió respetando modifique su conducta y protagonice un espectáculo deprimente y vergonzoso. El que sea y donde sea.
Vivimos una era de terror por todos lados, como si se hubieran soltado los demonios y estuvieran atrapando a la gente sin ética ni moral para dar rienda suelta a la maldad. Los hechos lo demuestran quedando el verdadero “yo” al descubierto que no es otro más que el de gente vulgar.
El comportamiento humano ha cambiado, es cierto, tanto en hombres como mujeres. Quienes aún creemos en la buena educación no caigamos en el juego perverso de quienes esconden su verdadero rostro.
Que nadie pretenda engañarnos, no basta enviar mensajes religiosos e invocar a Dios para aparentar ser buena persona. Los hechos, el comportamiento es lo que importa; a Jesucristo se le trae en el corazón no nada más en las estampitas o en Cuaresma. Un verdadero cristiano, no ofende a Dios dañando al prójimo.
Y no hay duda que en las malas acciones, los demonios andan sueltos.
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