Coahuila
Hace 2 meses
En esta ocasión dejaremos los asuntos nacionales y daremos una vuelta por un segmento de la microhistoria de nuestro pueblo relatada por alguien quien nunca buscó presentarse como lo que no era. El escrito que les compartiremos pertenece a los libros Piedras Negras. Personajes, Sitios y Recuerdos (2010) y Piedras Negras, destino y origen. 80 años, una narración para mis nietos (2005). Ambos de la autoría de nuestro padre, don Rafael Villarreal Martínez, quien los publicara bajo la premisa de no considerarse historiador al carecer de las credenciales académicas para asumirse como tal. En enero de 2014, un par de meses antes de que don Rafael partiera a su cita con el Gran Arquitecto, el extinto Fernando Purón Johnston, entonces presidente municipal, lo nombró miembro del Consejo de Historiadores de Piedras Negras, Coahuila. Eso, no lo hizo variar su postura, él era solamente un cronista de lo que escuchó, vio y vivió. Hoy, 7 de septiembre, cuando se celebra el nonagésimo noveno aniversario de su nacimiento, reproducimos el texto referente a la actividad comercial allá por el pueblo durante la década de los 1940, cuando dos eran los negocios más importantes en materia de comercio al mayoreo en Piedras Negras.
Uno era Trueba y Elosúa, ubicado en la calle de Zaragoza esquina con la de Guerrero. Originalmente la negociación fue propiedad de don Ricardo Trueba Barquín y don Marcelino Elosúa Herrero. Posteriormente, a raíz de la Guerra Civil Española, una gran cantidad de refugiados empiezan a llegar a nuestro país y algunos se avecinan en nuestra ciudad, en donde son cobijados por los propietarios del negocio antes referido. No eran perseguidos políticos, simplemente hombres que ante la difícil situación por la que atravesaba aquella nación deciden venir a “hacer la América”. En ese grupo llegaron, entre varios, don Ventura y don Eugenio Gutiérrez, don José Castro, y don Ramón Purón Dosal quien, al cabo del tiempo, se convierte en propietario de la negociación, a la cual le mantuvo el nombre original.
El otro, Trueba y Pardo, más tarde sería conocido como Almacenes del Norte y posteriormente como Almacenes Montemayor, cuyo local estaba en la esquina de las calles Zaragoza y Fuente. El poder económico que los respaldaba les permitía adquirir volúmenes importantes de mercancías en los mercados del resto del país y posteriormente venderlo a los comercios que en la ciudad y la región operaban al medio mayoreo y menudeo.
Cada almacén contaba con una flotilla de carretones tirados con mulas. La flotilla de Trueba y Elosúa estaba integrada por Federico Domínguez y su mula apodada “la Paloma.” A él se unían Demetrio y su hijo José; Paquito y su hermano Lalo, a quienes ayudaba Jesús apodado el “Sargento”. Por su parte, Trueba y Pardo contaba con los servicios del “Güero” Chon y su hermano Manuel, Lalo Rodríguez, Tacho Salinas y su hijo del mismo nombre, así como Pancho a quien identificábamos como el de la Morelos.
El movimiento de carga era intenso, Trueba y Elosúa traía carros de ferrocarril conteniendo productos tales como frijol, maíz, papas, harinolina, mascarrote (alimento para el ganado que sacaban de la semilla del algodón) y varios más. Asimismo, este mismo negocio vendía y transportaba vía ferrocarril hacia el interior del país lana, algodón, trigo, nuez y otros artículos producidos en la región. Además de ello, Trueba y Elosúa controlaba la exportación de dichos productos hacia los Estados Unidos de América. Lo que iba más allá de Eagle Pass, Texas, se enviaba por ferrocarril, pero lo destinado a esa ciudad se movía en los carretones que les comenté anteriormente. Todo funcionaba sin problema hasta un día en que Eleno Rodríguez, quien prestaba sus servicios tanto a Trueba y Elosúa como a los Almacenes del Norte, quiso aprovechar al máximo un viaje y se le hizo fácil retacar el vehículo de carga. Sin embargo, casi para llegar a la garita del lado americano la mula se le derrengó y aquello terminó en caos. A partir de ese momento, las autoridades estadounidenses ya no permitieron el paso de los carretones hacia Eagle Pass. De todo esto y varias cosas más acerca de las actividades comerciales en Piedras Negras me enteré de primera mano.
A la edad de quince años, entré a trabajar como meritorio en Trueba y Elosúa con un sueldo de veinte pesos mensuales. Al poco tiempo, dada mi inquietud natural y proclividad al liderazgo, me gané un lugar entre los directivos y los empleados de la negociación. Don Ramón Purón Dosal me tomó afecto especial, me enseñó a trabajar y a desenvolverme en el empleo. Él, también, me empieza a dar oportunidad de obtener mayores ingresos. En esta forma, durante los años de la Segunda Guerra Mundial, gané cantidades de dinero considerables que me permitieron vivir una juventud que terminó por reflejar mi inexperiencia y carencia de instrucción formal.
En aquel tiempo, los asuntos de exportación e importación de Trueba y Elosúa estaban a mi cargo, lo cual me convertía alguien muy bien conectado con los empleados del ferrocarril y con los aduaneros. Lo anterior de nada me valdría. El día en que fui víctima de las intrigas y de mi falta de experiencia, [tenía 20 años] todo se terminó y, en Piedras Negras, me fueron cerradas todas las puertas para obtener un trabajo más allá del que implicara un gran esfuerzo físico y una paga mínima. Eso, sin embargo, no es obstáculo para que recuerde lo aprendido en aquellos años. Todo ello, me fue muy útil durante mi edad madura cuando, finalmente, rompí el cerco del veto… [Entonces, don Rafael no lo menciona, tuvo oportunidad de ver como algunos descendientes de quienes lo habían destinado al ostracismo acudieron a solicitarle su ayuda, la cual les proveyó sin rencores]. Pero, de lo que se trata es de comentar acerca del comercio nigropetense en los años cuarenta.
Al momento en que empecé a trabajar en Trueba y Elosúa, los dueños del negocio me pusieron diversas pruebas para, como se dice comúnmente, “calarme”. En una ocasión, me enviaron con un comerciante en lana, llamado don Juan Martínez quien operaba dicho negocio de manera peculiar. A los propietarios de las borregas les ofrecía sus servicios para ser él quien realizara el tacinque, que no es otra cosa sino pelar las borregas, y luego les compraba la lana. Posteriormente, don Juan vendía el producto a Trueba y Elosúa. Claro que no todo era tan simple, don Juan tenía sus trucos a la hora de realizar las transacciones. Por ello, la primera vez que don Ramón Purón Dosal me envió a recibir la lana que se había comprado a don Juan, me dijo: “Tenga mucho cuidado porque don Juan es un poco ventajoso. Llévese la báscula de nosotros, no acepte usar ninguna otra, y en cada paca marca el peso con tinta. No haga ninguna concesión, porque a la larga le ganan”. Pronto pude ver que don Ramón tenía razón. Cuando llegó don Juan y empecé a recibir la lana, pesamos la primera paca y la báscula marcó ciento cinco kilos con doscientos gramos. Inmediatamente don Juan me propuso: “Que le parece sí cerramos la paca en cien kilos. Los doscientos gramos son para usted y los kilos sobrantes son para mí”. No acepté tal oferta y marqué el peso original sobre el bulto. Pese a ello, don Juan no se desanimó y empezó a darme, como comúnmente se dice, “coba”. Se ofreció a ser mi padrino de bodas cuando me casara, después me decía ahijado y finalmente cuando vio que yo no cambiaba mi forma de ser acabó por lamentarse de que yo no fuera su empleado, pues le había demostrado que cuidaba el negocio.
Sin embargo, la anterior no fue la única “prueba” a que fui sometido por los dueños de Trueba y Elosúa. Cuando ya se me podía considerar un empleado de confianza, se me mandaba a cobrarles a ciertos clientes que tenían el carácter de “muy especiales”. Uno de ellos era don Fidel Barrera, quien tenía un comercio muy próspero y pagaba cantidades considerables. Desde las primeras veces, el buen de don Fidel me tiró la carnada. Tal vez de acuerdo con mis jefes, don Fidel se dispuso a probar mi honradez. Al momento en que yo llegaba y le enseñaba las facturas, me hacía pasar a una salita en donde él llevaba sus negocios. Inmediatamente sobre una mesa vaciaba unos costalitos con moneda fraccionaria y billetes, mientras me decía: “Ahí lo dejo” y se iba a atender el negocio. Entonces empezaba yo a contar el dinero y encontraba que la cantidad era mayor a lo que don Fidel debería de pagar, lo cual me hacía que recontara el dinero, con resultados similares. Entonces iba yo y le decía: “Señor Barrera, ya conté y volví a contar y me sobra tanto”. Como respuesta don Fidel se mostraba sorprendido y exclamaba: “No puede ser, sí yo mismo lo conté”. Claro que, al final, don Fidel recogía el sobrante y yo le entregaba las notas que amparaban la cantidad que habría de llevarme como pago. Como tres veces me pasó lo mismo hasta que don Fidel se convenció de que yo no les iba a jugar chueco a mis jefes, a quienes se los hizo saber. De allí en adelante gocé de su confianza. Asimismo, quiero contarles cómo se desarrollaba el comercio y quiénes eran los propietarios de otros negocios.
Tanto Trueba y Elosúa como Almacenes del Norte tenían diversos agentes que cada mañana salían a recorrer la ciudad y visitar los comercios que vendían al medio mayoreo y al menudeo. Libreta en mano, estos agentes tomaban los pedidos y al concluir su recorrido retornaban a su centro de operación para que se empezaran a cargar los camiones que al día siguiente habrían de surtir la mercancía. En cuanto a la forma de pago, algunos, los que manejaban volúmenes importantes, firmaban la nota para posteriormente cubrir el monto que amparaba las mercancías. Otros, cuyas operaciones eran más modestas, no tenían otra opción sino pagar de riguroso contado. Entre los agentes de Trueba y Elosúa destacaba Donaciano Vara siempre provisto de sus alpargatas que le permitían recorrer sin problemas la ciudad. Otro agente era Serapio Mora, excelente agente y pitcher estrella del equipo de béisbol patrocinado por el mismo negocio. La región ribereña fuera de Piedras Negras, que comprendía San Carlos, Jiménez y otros poblados hasta Ciudad Acuña, era cubierto por don Gilberto Cervera quien cada quince días visitaba a los clientes para tomar los pedidos.
Por lo que respecta a Almacenes del Norte, el agente vendedor estrella era el padre de mi cuñada Eloísa, don Miguel de la Torre Bilbao, quien sin ayuda le daba vuelta a la ciudad atendiendo a los clientes. Al mediodía, ya de regreso tras de la jornada y camino a la comida pasaba por el Círculo de Amigos propiedad de Jesús Domínguez y para abrir el apetito se tomaba una o dos cervezas Sabinas. El éxito de don Miguel como vendedor hizo necesario que para poder atender debidamente a la clientela tuviera un par de ayudantes que lo apoyaran en el recorrido, ellos fueron Miguel González Rivas y Antonio Herrera.
Por lo que corresponde a la ferretera de Almacenes del Norte, el encargado era don José Barocio, mientras que mi tía Otila Rodríguez, quien tiempo después se casaría con don Generoso Montemayor cuando éste enviudó, era la cajera. El jefe de la bodega era Filemón Maldonado, como dependiente y cobrador se desempeñaba Pepe Velasco quien junto con Chuy de Luna se encargaba de atender el mostrador. El jefe de los dependientes era don Arturo de Luna quien ganó notoriedad en la ciudad cuando una de sus hijas se casó con un beisbolista que tuvo una fama fugaz con los Diablos Rojos del México, Regino “Chimuelo” Garza. Pero esto no es la sección destinada a comentar deportes, así que volvamos a recordar en donde estaban y quiénes eran los propietarios de otros comercios.
Entre los medio-mayoristas destacaban los Villarreal Valdés dueños de La Predilecta, ubicada en las calles de Mina y Padre de las Casas, en donde don Lucas y doña Virginia, secundados por sus hijos Rodolfo, Armando, Reynaldo y Osvaldo cimentaban su bien ganada fama de buenos comerciantes y hombres de negocios que hasta nuestros días mantiene viva Osvaldo Villarreal Salinas. Por lo que respecta al menudeo, había un número considerable de tiendas. En la otra esquina de las calles Morelos y Mina, estaba el Puerto Mercantil propiedad de don Miguel Hernández, cuyo principal ayudante era Víctor Vara. En donde las calles de Fuente y Xicoténcatl se cruzan estaba ubicado el comercio atendido por don Cipriano de los Santos y su hijo Eduardo. La competencia al menudeo era fuerte, entre los negocios de este tipo que recuerdo estaban La Veracruzana, en la esquina de las calles de Xicoténcatl y Rayón, propiedad de don Marcial Riojas, cuyo hermano Manuel tenía La Casita ubicada a escasa una cuadra en el cruce de las calles Mina y Xicoténcatl. Enfrente del local de Manuel estaban los hermanos Higinio y Carlos Cárdenas; más adelante en Guerrero y Xicoténcatl se ubicaban los Elizondo, Nicho y Felipe, quienes lo mismo expendían forraje para el ganado que compraban fierro viejo y también dedicaban un espacio de su terreno para que ahí se guardaran los carretones y guayines que transportaban la lana que se venía a vender en el pueblo. Un poco después, en Padre de las Casas y Rayón se localizaba el comercio atendido por Anita de Hoyos. En el corazón del barrio que entonces conocíamos como el del “Tigre Negro”, en la esquina de las calles de Cuauhtémoc y Mina había una tienda de abarrotes que era propiedad de la familia Barrera, encabezada por don Isauro y su esposa, a quien todos cariñosamente le decíamos “La Chata”. Esta señora era quien atendía a la clientela y como se decía entonces hacia “comal y metate” con todo mundo.
Siguiendo con los expendios que operaban en el primer cuadro de la ciudad, recuerdo el de don Alejandro Rendón establecido en las calles de Mina y Galena; a José Kobayashi y Ofelia en la esquina de Allende y Cuauhtémoc; en la esquina de Galeana y Allende teníamos a Don Cruz Enríquez quien además de su tienda, era dueño de un carro que rentaba como transporte. Una vez que don Cruz dejó el negocio, el sitio fue ocupado por una persona que llegó procedente de Zaragoza, Coahuila, don Donaciano Vara cuyos hijos también se dedicarían a la actividad comercial. Por estos mismos rumbos, Antero Rodríguez y su esposa Bertha Vara atendían “El Aviador”, el cual continúa siendo operado hasta nuestros días por sus hijos, ahora convertido en el principal centro distribuidor de publicaciones impresas de todo tipo. Otros establecimientos de aquellos años eran el que tenía Enrique Tajika en las calles de Terán con Victoria; El Lagunero en Hidalgo y Terán, y los famosos Careaga en Juárez y Ocampo. En la colonia González, el comercio lo controlaba don Petronilo Villarreal auxiliado por sus hijos y un hermano.
Por el Mundo Nuevo, los económicamente fuertes eran don Fidel Barrera con su molino para hacer harina de maíz y don Juan Martínez quien además del negocio de la lana que ya les comenté, manejaba la venta de abarrotes a muy buen nivel. A este par de comerciantes les hacían la competencia Arnulfo Cirlos con su molino de harina de maíz, don Luciano Gómez quien vendía abarrotes y compraba nuez, algodón y trigo. Otras tiendas eran las de Pedro Hirata, Víctor Kancheff e Hilario Martínez quien, aparte del abarrote, manejaba mucha ropa, telas y calzado. Saliendo de la ciudad, en Jiménez, Coahuila, don Pedro Villarreal Guerra, don Juan Bravo y María Balderas eran quienes controlaban la venta de abarrotes, además de comprar mucho trigo y todos los productos agrícolas que entonces se daban en la región ribereña del Bravo. Pero retornemos a nuestra ciudad y vayamos al lado opuesto, allá por los rumbos de la “Concha.” [La siderúrgica La Consolidada, después AHMSA].
Casi enfrente de la Consolidada, estaba una tienda que primero fue propiedad de un señor de apellido Martínez y posteriormente fue adquirida por don Gustavo Barrera quien la operaba con bastante éxito hasta el día en que fue víctima de un atraco que le costó la vida. En ese mismo sector estaba el bien surtido negocio de Silverio Requena, así como el de Zeferino Cortez. En la colonia Bravo y las llamadas Siete Casas, dominaban los establecimientos de don Jesús Robles, Roberto López, el famoso “Palmero” y Antonio Salazar.
En el comercio de los productos de cerdo destacaban los hermanos Doroteo y José Galván quienes elaboraban embutidos de gran calidad. El negocio del primero de ellos se localizaba en la esquina de las calles de Xicoténcatl y Jiménez, mientras que el segundo expendía sus productos en un local ubicado en la confluencia de las calles Xicoténcatl y Juárez. Asimismo, en el mercado Zaragoza había un tipo muy popular llamado José Sarmiento, “el Chícharo”, quien elaboraba un chorizo de singular calidad cuya principal clientela provenía de Eagle Pass. Debo de mencionar que José era invidente y para poder realizar su negocio se hacía acompañar de uno de sus sobrinos, no recuerdo con precisión si era Roberto o Hugo Romero.
En Villa de Fuente, don Juan Muñoz y su hijo Gilberto, padre de Óscar, Juan y Tite, eran quienes operaban con mayor éxito en el ramo de los abarrotes. En aquellos tiempos, Villa de Fuente quedaba “lejísimos” de Piedras Negras y por ello, cada lunes, don Gilberto venía a surtirse en los almacenes de la localidad. Pero dicha visita no tendría nada de extraordinaria si no hubiese sido porque don Gilberto viajaba en un lujoso automóvil y se vestía como si fuese a ir a algún evento social, o como entonces se decía parecía un “dandy”. A los Muñoz les disputaban la clientela villafontina, don Rafael González y su hijo Raúl quienes eran propietarios de otro negocio de abarrotes importante.
Entre las tiendas de ropa y calzado, la más importante era la de don Santiago Valdez, ubicada en la calle de Zaragoza esquina con las de Terán y García. Posteriormente abriría una sucursal en la esquina de Guerrero y Morelos, llamada Santiago Valdez Sucesores, atendida por su hija Rosita. Asimismo, teníamos a la Casa Martínez, en la calle de Guerrero y Zaragoza, en otra de las esquinas de esas mismas calles estaba “La Alflovica”, llamada así porque sus dueños se apellidaban Flores y Cárdenas, y un poco más adelante sobre la calle de Zaragoza, enfrente de Trueba y Pardo, el negocio propiedad de don Antonio Gutiérrez. En este mismo ramo del vestuario operaban los establecimientos de don José Ángel Yamanaka y don Gilberto Lawrence, cuyos locales estaban sobre la Avenida Carranza, por el llamado rumo de “La Acequia”, también, llamado el “barrio de la tripa”. El motivo de este apodo era porque por ahí estaba el rastro municipal, en donde el general Pérez Treviño tenía una descremadora.
Otros negocios importantes que operaban en aquellos tiempos eran el de don Claudio M. Bres quien en el local ubicado en las calles de Anáhuac y Allende tenía, la agencia aduanal, la gasolinera, la bodega de frutas y un cuarto de refrigeración. Asimismo, don Claudio era el dueño de la radiodifusora XEPN, ubicada en la esquina de las vías mencionadas. El empleado de confianza era don Joaquín Peña quien se encargaba de vigilar el correcto uso del dinero.
Siguiendo por la avenida Carranza, unas calles más adelante sobre la misma acera, estaba la mueblería propiedad de un hermano de don Andrés Garza, Estanislao o “Tanis” como lo conocíamos. Bajo el sistema de compras en abonos, el negocio era todo un éxito. Siguiendo con los negocios relacionados con la madera, no muy lejos de la mueblería estaba “The Eagle Pass Lumber Company”. Ahí, el gerente era un personaje de piel blanca, la cual constantemente enrojecía, llamado Ernesto Sada quien parecía sacado de la época porfiriana. Afortunadamente, para el negocio, la arrogancia de Sada era compensada por su empleado el popular chino Chale Wah quien atendía a los clientes con cortesía singular.
Ése era el entorno de las actividades comerciales durante la década de los 1940 en un Piedras Negras que en nada se parece al actual, todos los actores de entonces ya no están por ahí. Solamente queda el recuerdo evocado por don Rafael Villarreal Martínez quien amó como pocos a su pueblo. Le regaló un par de publicaciones cuyo propósito fue rescatar del olvido acontecimientos y personajes. Con anterioridad a ello, le sirvió con pasión. Lo mismo saneó las finanzas públicas que modernizó los sistemas para recaudar los recursos públicos cuya captación incrementó en una forma que nadie lo ha hecho, ni antes, ni después, todo con el fin de que se transformaran en obras de beneficio para la ciudad. En esa forma, le mostró a Piedras Negras, Coahuila, el agradecimiento que le guardaba por haber tenido la fortuna de haber nacido ahí, un día como hoy, hace 99 años.
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