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Un crimen literario

Por Juan Villoro

Hace 2 meses

Cada viernes anticipas los placeres del fin de semana. Aunque el sábado y el domingo rara vez llenan tus expectativas, los imaginas como algo mejor de lo que serán.

El viernes no sales a correr ni vas al gimnasio; despiertas un poco más tarde y tomas el periódico con una satisfacción táctil. Perteneces a una generación que asocia la auténtica lectura con el papel. Tu salud es buena, pero comienzas a despedirte de un mundo que ya no es el tuyo. Extrañas la época en que se escribían cartas. Tuviste varios pen pals en la infancia, chicos a los que nunca conociste, pero con los que compartías tu vida. La emoción de recibir una carta de Australia, con un emblemático koala en el sello postal, se disolvió en el frenesí de las comunidades digitales.

No hay gustos sin caprichos. El viernes lees en la covacha que construiste al fondo del jardín y que ampulosamente llamas “estudio”.

Anoche despertaste de madrugada, con un nombre incómodo en la boca. Conoces a tu enemigo. El joven colega que finge proximidad en la oficina envenena tu mente. Soñaste que te atenazaba con manos más fuertes que las tuyas y abriste los ojos antes de caer de una azotea.

No quieres pensar en eso. Estás en un sillón agradablemente desgastado por el uso, con un cojín en la espalda baja. Revisas los asesinatos de la primera plana y bebes un sorbo de café. Unas gotas caen sobre una noticia de la que prefieres no saber nada. Pasas las hojas hasta dar con un artículo que trata de dos científicos rusos en la Antártida. El tema te atrae. Hubieras querido dedicarte a la matemática pura, pero te especializaste en crear modelos para pronosticar tendencias financieras.

El artículo abre con una pregunta que te intriga: “¿Cómo se desesperan los hombres metódicos?”. Después de compartir seis meses en la estación Bellingshausen de la Antártida, dos científicos tuvieron un violento altercado. El aislamiento extremo había provocado arrebatos previos en la dilatada noche austral. Un astrofísico de Oceanía fue envenenado con metanol y el FBI investigó el caso de un científico que atacó a sus colegas con un martillo. Lo sorprendente, según el artículo, era el motivo de la disputa entre los rusos. Sobrellevaban el encierro con ayuda de una biblioteca. Ambos eran lectores voraces, pero uno leía más rápido y torturaba al otro revelando el final de las historias. Llegó un momento en que el rezagado no pudo más y apuñaló al delator.

Mientras acaricias el brazo del sillón, supones que los científicos leían novelas policiacas donde la tensión depende del desenlace. O tal vez no.

No quieres hacerlo pero recuerdas al colega que a últimas fechas se adelanta en todo, algo grave en un oficio dedicado a predecir: el tiempo es tu materia de trabajo. Tienes más experiencia, sin duda, pero eso no sirve para anticipar un porvenir desconocido.

Juzgas que, posiblemente, el intento de asesinato también tuvo que ver con el frío, la oscuridad, la forzada compañía. Pero el motivo manifiesto fue otro: el derecho a que cada quien averigüe su final.

El autor del artículo no reparó en un hecho que de pronto te parece decisivo: el atacante era más viejo que el atacado. La víctima se ajustaba mejor a una época dominada por la prisa; no se demoraba en las palabras, captaba el sentido básico leyendo en diagonal.

Lo mismo sucede en tu trabajo. Tu adversario dispone de una atención dispersa y acelerada, ideal para vivir ante una pantalla, y trabaja doce horas sin dar señas de cansancio. Quizá se droga, pero eso carece de relevancia. No hay antidoping para los flujos de dinero.

Dejas caer el periódico y piensas en el misterio narrativo de la vejez: el final de tu historia será contado por otro.

Anhelas el retiro, pero te molesta que el reemplazo llegue con el pelo untado de gel y la actitud pretenciosa de quien se cotiza en inglés. Ese tipo vacío, ambiciosamente digital, merece una puñalada.

Sientes, por un momento, el impulso de ir a la oficina con el abrecartas que ya sólo sirve de adorno, pero optas por otra venganza. Imaginas, minuciosamente, un crimen perfecto.

Ves el rostro de tu víctima, un rostro hecho para no mostrar emoción, como si el mundo fuera una página Excel, y disfrutas la forma en que se humaniza con el dolor.

Recortas este artículo y lo dejas en el escritorio de tu colega, sabiendo que jamás leerá algo impreso en papel.

 

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