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Coahuila

La batalla cultural tras un reality show chatarra

Por Luis Carlos Plata

Hace 4 horas

Quien crea que detrás del fenómeno televisivo del momento (y probablemente de las últimas dos décadas en México) llamado La Casa de los Famosos, existe sólo banalidad y exhibicionismo, o un producto chatarra sin valor nutrimental, no está calibrando en su justa dimensión el impacto social de la trama.

Ahí, dentro de una escenografía construida ex profeso para fungir como set de televisión aislado y monitoreado 24 horas al día, sin interacción con el exterior, 15 participantes previamente seleccionados por su popularidad libran de manera inconsciente una batalla cultural por el discurso dominante, y la narrativa que se impone en la agenda pública.

No se habla de ideas, sino de contenidos que aporta cada uno bajo la premisa de que los sujetos contienen ingredientes, como los productos, no pensamientos como las personas. Obligatoriamente deben presentar sus credenciales y dejar claro su compromiso. Tampoco valen los hechos ahí representados, sino el cristal con que se miran y la fuerza con que se impulsan.

Sin ser un talk show de intelectuales o pedagogos, y lo más importante: sin ser pioneros de la industria, sino la enésima versión del mismo formato, su arrolladora influencia es más profunda que la “nueva escuela mexicana” (lo que sea que eso signifique).

Si Jean-Paul Sartre imaginó en su obra “A puerta cerrada” un grupo de seres humanos encerrados en un cuarto con una luz que no se apaga nunca, condenados a mirarse unos a otros sin poder cerrar los ojos para explotar la influencia de las miradas ajenas en la psique personal, en La Casa de los Famosos lo interesante sucede afuera, no en su dinámica interior.

El experimento ha propiciado en la audiencia -que hoy se cuenta por millones- el ejercicio diario de magnificar o minimizar sucesos a discreción, y la constante búsqueda de incongruencias -basadas en la identidad- como arma de destrucción del otro. Dependiendo de los prejuicios, filias y fobias individuales se proyecta el yo. Como la polarización que se vive en otros ambientes y tensa la convivencia en la esfera pública.

En ese contexto, el regiomontano Adrián Marcelo es el transgresor dentro de un escenario ideado para realzar el discurso centralista que promueven desde tiempos inmemoriales las televisoras con sede en la Ciudad de México, endurecido a últimas fechas por la reducción de las filiales de Televisa en los estados (30 en total) a fin de quitar reflectores a los gobiernos estatales y municipales en sus noticieros locales, y concentrar su línea editorial unificada en el presidencialismo.

El único norteño del equipo es ancla y catalizador de un proyecto que, acaso sin así desearlo, exalta pasiones e instintos primarios en el comportamiento social tras una envoltura de entretenimiento.

Habituado a pisar el terreno de los medios alternativos de comunicación, donde la regulación depende de factores del mercado consumidor, no de un supervisor o curador de contenidos, ingresó a un juego que, pese a lo experimental, sí obedece a un superior jerárquico que a su vez se rige por las reglas del espacio radioeléctrico y concesiones públicas del estado mexicano. Es susceptible, por tanto, al escrutinio público de las audiencias. Dicho en otras palabras: se le puede “funar” y cancelar a fuerza de interacciones en redes sociales, la plaza pública por excelencia en la posmodernidad.

Si en otra época el chamán o sacerdote cumplía el cometido de escuchar a quienes tenían la necesidad fisiológica de expresar algo y aliviar ese proceso de catarsis, en la actualidad el psicólogo es la piedra toral de una comunidad con un padecimiento colectivo: la deteriorada salud mental. Por ello su profesión ha sido cuestionada por una colectividad que prioriza -o por lo menos eso cree- su bienestar emocional antes que otra cosa. Inclusive si para ello hace falta desprenderse del trabajo, o de cualquier interacción física con otros humanos; no importa. Ante un mínimo desacuerdo temático-ideológico, la sugerencia imperativa en el espacio digital es la misma siempre: “ve a terapia”. Un espectro de situaciones variopintas reducidas al mismo lugar: el diván.

 

Cortita y al pie

En su libro La masa enfurecida; cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura (Paidós, 2024), su autor, Douglas Murray, señala la histeria colectiva en que se ha convertido el debate público. “Tanto en el mundo digital como en el analógico las personas se comportan de un modo cada vez más irracional, frenético, rebañego y, en definitiva, desagradable”.

El periodista tiene una hipótesis; la eterna pregunta de cuál es nuestro propósito en este mundo ha encontrado una respuesta: “entablar nuevas batallas, emprender campañas cada vez más feroces y plantear exigencias cada vez más sectoriales. Hallar sentido declarándole la guerra a cualquiera que defienda la postura equivocada ante un problema cuyos términos tal vez acaban de reformularse y cuya respuesta era distinta hasta hace poco”.

La rapidez pasmosa con que se ha verificado el fenómeno, explica, “obedece al hecho de que ahora un puñado de empresas de Silicon Valley (Google, Facebook y X -Twitter- principalmente) tienen poder suficiente para influir en lo que la mayoría del mundo sabe, piensa y dice, además de un modelo de negocio basado en encontrar clientes dispuestos a pagar para modificar el comportamiento de otras personas”.

“Vivimos en la tiranía de la corrección política (…) en un mundo en el que proliferan las personas que se asumen víctimas de algo (…) ser víctima es ya una aspiración, una etiqueta que nos eleva moralmente y que nos ahorra tener que argumentar nada”.

“Un sistema demencial que plantea reivindicaciones imposibles en pos de fines inalcanzables”, por definición.

 

La última y nos vamos

Ahí dentro no existe la polis. Nadie habla de política en La Casa de los Famosos, mucho menos de partidos, candidatos, representantes o funcionarios. El pueblo politizado y protagonista del cambio verdadero que vive un momento estelar, según las palabras del Cráneo Febril que porta la banda presidencial, no se refleja en el plató multicolor que al televidente da cromoterapia hipnótica y estimula el ser primitivo.

Mientras en Oriente la tendencia son los reality shows de influencers coreanos interactuando virtualmente con público seguidor para obtener likes como recompensa (alimento y sentido de su existencia), capaces de afrontar situaciones bizarras y denigrantes como materia dispuesta, en México la cruzada por el rating reveló sin querer el estado actual de las cosas: la masa enfurecida.

 

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