Arte
Por Agencia Reforma
Publicado el martes, 6 de agosto del 2024 a las 03:46
Monterrey, N.L.- Delgado, de mirada apacible y con un trato demasiado amable, es difícil imaginar a Geney Beltrán como protagonista de los horrores que lo envuelven en su vida onírica.
“Suelo tener pesadillas muy intensas, sueños muy siniestros y extraños, que cuando despierto yo me pregunto dónde estuve, porque no logro establecer las raíces de muchas de la imágenes que veo.
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Y también me proyectan acciones que yo estoy seguro que no cometería en la vigilia; me veo luego asesinando gente o con la proyección de impulsos muy tanáticos, muy mortíferos”, confiesa en entrevista el escritor nacido en Tamazula, Durango, en 1976.
En tal experiencia, así como en sus episodios de paranoia y ansiedad -”donde la fábrica de la imaginación parece seguir trabajando por su cuenta”, como él describe-, está la raíz de muchas de las historias que integran No nos vamos a morir mañana, libro de relatos editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León.
“Es un libro al cual lo atraviesa la experiencia del miedo”, define su autor.
Un volumen tempestuoso a cuyos personajes abruman los entornos peligrosos e inestables en los que existen, además de la amenaza latente de transmutación en sus vidas. “Mucho de lo que está ahí significó explorar esos cambios de la identidad; creo que es un libro que surge de un intento de soltar la exigencia de tener una identidad clara”, prosigue Beltrán. “Cada personaje tiene muchos rasgos de lo que significa el enfrentar una transformación de tu identidad por las crisis, las dificultades por las que pasan. Esas crisis son el meollo de cada historia”.
Se trata de pasajes cotidianos, duras travesías comunes como el fracaso escolar, la confusión adolescente, rupturas amorosas e incluso la enfermedad o la guerra, que el también editor y traductor construye a partir de imágenes sueltas intuidas bien como el inicio o el final de los relatos, “dos polos que van jaloneando el desarrollo de la historia”. “Esas imágenes se desprenden un poco de todo este mundo alterado de la paranoia o de la vida onírica, porque para mí son como metáforas de algo, son como preguntas que están ahí, que quiero resolver, o un imán que sin saber por qué me atrae, yo siento que hay una conexión necesaria, personal, para explorarlo”, explica Beltrán, coordinador de la Casa Cien Años de soledad. Desde tal punto de partida, lo que el autor se propone es “dibujar con la palabra exacta”, con una narrativa muy precisa, tales estampas, evitando la tentación de poner etiquetas morales o reflexiones filosóficas; “que no parezca que yo estoy tratando de ilustrar un punto a la hora de contar una historia. Más bien, mostrar lo que significa ese desasosiego que no entiendo por qué, pero que está ahí”, subraya. El resultado de ello es un relampagueante vistazo a los mundos interiores de los personajes, a aquellos procesos de donde surge la rabia, la desesperación, la decepción, la incertidumbre; aguda mirada que con vocación poética y casi rayando en lo fenomenológico expone algunos de los minúsculos detalles de los que se compone la personal experiencia de la realidad. Ahí está, por ejemplo, el pequeño Iñaki a punto del brote psicótico al recibir el diploma de segundo lugar de la clase, hace tiempo acostumbrado, sin saberlo, “a que un reptil le habitara en la nuca y le fuera lamiendo amenazante una región del cerebro para dejarle ahí una viscosa sensación de hartazgo y frustración ante el solo recuerdo de la cara fruncida del maestro”, tal cual escribe Beltrán.
O “el calor ácido en las venas”, un “tumor de enojo en cada franja de la voz” del confundido Eusebio, quien anhela huir de un mundo al que sólo le importa la nota roja, el béisbol y las telenovelas. Y el “fragor fantasma que se le asfixia en algún punto sordo de la tráquea” a Claudia Lucía, al tiempo que desearía traer una pistola o un mazo “para imponer, puta madre, el respeto debido a los peatones” en su trayecto matutino al trabajo. “Puaj. Cuando se levantaron de la mesa ya para salir, él se sentía de la verguísima, como si le hubiese caído un taladro en las tripas y aún así debiera seguir respirando, caminar y sonreír”, pinta Beltrán a Claudio, otro personaje, quien hace poco ha empezado a sentir cómo “bajo su piel, a la altura del tórax, una movediza rata se afilaba los dientes con su oxígeno”.
Esto último sucede en el cuento que da título al libro, donde asalta de pronto una pesadilla necrófila propia de un video snuff.
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Tengo amigos y conocidos que sé que me tienen aprecio porque a pesar de que han leído esto me siguen dirigiendo la palabra”, dice, con humor, el autor.
“Pero hubo alguien que me dijo: ‘Oye, tú estás enfermo, øno has ido a terapia?’”, añade. “Y hay otros que me dicen: ‘Mira, leí la primera página, no puedo seguir, o por lo menos no ahora. Pero te quiero mucho, te respeto y todo’”. Al respecto, Beltrán reconoce dos pulsiones como escritor: la de expresarse “sin importar qué, cómo ni con quién”, y la de comunicarse en un diálogo que sea mucho más auténtico que los que se establecen en el día a día, en los que siempre se endulzan ciertas zonas de la existencia o se cuidan las palabras. “Eso tiene una lógica civilizatoria, o sea, no puedes decir todas las cosas, no puedes ser como Donald Trump”, ironiza. “Pero en la escritura sí puedes tener ese diálogo, soltarlo todo, y una de las premisas para mí al escribir un libro es escribirlo como si me quedara un año de vida. Tengo que sacar todo lo que tengo en ese momento de la mutación de mi alma. No puedo guardarme cosas por consideraciones convenencieras”.
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