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Coahuila

De qué va la cosa

Por Fernando de las Fuentes

Hace 4 meses

Hace alrededor de 200 milenios que nos convertimos en seres racionales, según la teoría de la evolución, o cerca de 10 mil años que Dios nos expulsó del paraíso por obedecer nuestros instintos en lugar de sus instrucciones, de acuerdo con la postura creacionista; en cualquiera de los dos casos, no hemos entendido de qué va la cosa.

Hemos sido esclavos de aquello que no comprendemos de nosotros mismos, porque lo que no se conoce no se puede controlar ni aprovechar ni transformar. Nos hemos volcado hacia el mundo externo, material, a partir de paradigmas erróneos, como que éste es la única realidad que existe y que somos sus dueños; de ahí el rechazo constante a que las cosas sean como son y no como queremos. Creemos que podemos explotarlo a nuestro antojo, de manera que hemos ejercido un dominio más depredador que benéfico sobre los recursos del planeta.

Hemos desacreditado, bajo esta errónea idea de la realidad, las múltiples dimensiones internas en que habitamos, prácticamente a ciegas. Hemos preferido no saber más, ni de nosotros ni de lo que nos rodea, porque el conocimiento conlleva conciencia y ésta responsabilidad, la más importante de las potencialidades humanas y la que menos nos gusta. Preferimos las egoístas seguridades y los infames autoengaños.

He comenzado esbozando un oscuro panorama, cierto, sólo que no es un pronóstico; por el contrario, tengo mucha esperanza en que entendamos que lo único que sí podemos cambiar y mejorar es a nosotros mismos, comenzando por cada uno, no por los demás, porque eso tampoco nos ha funcionado en milenios.

Me parece que podemos empezar por comprender uno de los mayores “atorones” psicológicos, que embrutece el raciocinio: el impulso de dominio en razón de la prevalencia personal sobre la de la especie, que es lo que nos está llevando a la autodestrucción, individual y colectivamente.

De este impulso proviene nuestra necesidad de poseer, tanto personas como cosas, menos a nosotros mismos, que es por donde debiéramos empezar. La posesión es dominio, el dominio es lo que nos asegura la sobrevivencia y la prevalencia propias.

Además de prevalecer sobre los otros, como una forma de defensa anticipada, tratamos de dominar, por tanto de poseer, por otros motivos: satisfacer nuestras carencias de atención, conexión, validación, respeto y afecto; aliviar el malestar generalizado al que llamamos ansiedad; colmar el vacío existencial que proviene de la desconexión con uno mismo; compensar el dolor; vengar el daño recibido y compartir con otros nuestro sufrimiento, en una malsana forma de conexión.

Ahora bien, este impulso de dominio se convierte en un imperativo mientras más desconectados estemos de nosotros mismos, de nuestras heridas y necesidades psicológicas; por tanto, de nuestras verdaderas motivaciones. Mientras mayor sea esta separación esencial, más trataremos de dominar lo material y a los demás. En la medida en que no lo consigamos, porque “la realidad” y los otros se resisten a nuestros deseos, optaremos por la manipulación y el engaño o por el extremo de la incompetencia para vivir: la violencia. Hoy en día, en todo el mundo, ambas vías de poseer con miras a dominar proliferan.

Anteponemos nuestros intereses a los ajenos porque no sabemos satisfacer las propias necesidades psicológicas ni sanar nuestras heridas. Por ejemplo: si la riqueza y/o el poder sobre otros nos hacen sentir importantes, es que en nuestro impulso de posesión y dominio manda la herida de invalidación; si nos hacen sentir seguros, el dolor que cargamos proviene del abandono o de una autoimagen de incapacidad, y si nos proporcionan gozo e impulsan a la crueldad es que compensamos humillaciones.

Mientras más quebrados y fragmentados estemos por dentro, nuestra necesidad de imponernos avanzará hasta, posiblemente, llegar a lo que Freud llamó “pulsión de muerte”; es decir, el deseo y la acción de matar.

Y ésta ha sido nuestra historia, como individuos y como especie.

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