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Coahuila

Estrategia Holística

Por María del Carmen Maqueo Garza

Hace 6 meses

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Esta semana se viene anunciando, como medida para control de sobrepeso y obesidad en población escolar, la medición periódica de la circunferencia abdominal. Vale entonces, revisar los aspectos que intervienen en la producción de esas patologías, iniciando con los niños, para preguntarnos si la sola medición de parámetros va a ser lo más apropiado para un control de una condición multisistémica así. Para documentar el tema me baso en un estudio publicado el pasado mes de marzo en la revista Salud Pública de México, suscrito por el médico Arturo Perea Martínez, responsable de la Unidad de Nutriología del INP y su equipo.

En Pediatría la etapa de los primeros mil días de vida es fundamental. En ella comienzan a expresarse factores prenatales, que conocemos como epigenéticos, esto es, cambios hereditarios de la expresión genética que no guardan relación con modificaciones en las cadenas de ADN. Elementos como la salud del padre o de la madre y los trastornos del embarazo, comienzan a expresarse de distintas maneras. Así pues, llegamos a los 3 años de vida cuando, para México, un 37% de niños presenta un mayor peso del esperado. Este índice se dispara en los años subsiguientes, llegando a ser hasta de un 41% en la pubertad y de un 75% entre los adultos. En su producción participan, tanto factores genéticos como del medio ambiente. La primera conclusión es que, medir al niño en etapa escolar no será suficiente acción para modificar una condición por demás compleja.

Dentro del organismo se lleva a cabo el metabolismo, ese que permite el aprovechamiento de los alimentos para la producción de energía. Ello se lleva a cabo a través de procesos químicos que modifican los alimentos ingeridos para separarlos en sus componentes básicos, mediante la combustión generada por el oxígeno.  Proteínas como la adiponectina, la leptina y la resistina intervienen sobre el aprovechamiento de los nutrientes para generar, ya energía, ya depósitos grasos. Gran parte de la alteración en estos procesos obedece a mutaciones genéticas que explican por qué hay poblaciones como las orientales, con muy bajos índices de sobrepeso y obesidad, y, por otra parte, por qué los mexicanos tendemos a esta condición, así como a la diabetes mellitus del adulto, mucho más elevada que en otros países.

Los autores de la investigación entienden que habrá de diseñarse una estrategia multisectorial para modificar las esferas genéticas, ambientales y conductuales que favorecen el aumento de peso. Hablar de malos hábitos alimentarios, sin tomar en cuenta los otros factores, no es suficiente. Se requiere de un entendimiento holístico que tome en cuenta todos los elementos que se hallan en juego en estos pacientes.

De entrada, está el panorama mundial: Vivimos en una época de globalización; muchas de nuestras pautas de conducta están determinadas por tendencias mundiales. Lo que se consume en casa tiene que ver con precios internacionales de los productos, carestía y disponibilidad agrícola. Más próximos se hallan los sistemas de gobierno y las políticas de salud que estos manejan. Digamos, si es más fácil conseguir para el recreo un panecito dulce comercial que una fruta, el niño terminará consumiendo un exceso de carbohidratos. Si hay regiones del país donde es más seguro hidratarse mediante un refresco embotellado que con agua corriente, las familias van a migrar al consumo de bebidas endulzadas, por cierto, muy adictivas. Si se eliminan los programas sociales que tradicionalmente han apoyado la alimentación escolar, el niño va y compra lo que está a su alcance. Por cierto, los sistemas de cooperativas escolares no parecen haber prendido lo suficiente como para ofrecer alimentos sanos dentro de las escuelas.

Otra capa más cercana al individuo es el ambiente comunitario: Si las familias de una colonia tienen acceso a productos naturales y si estos se expenden a precios accesibles, y claro, si dentro de la familia hay la sensibilización hacia la salud alimentaria, funcionará mejor.

Finalmente llegamos al individuo, a su predisposición genética y hábitos alimentarios.  A lo que desde niño le han enseñado a consumir, lo que determina sus gustos y preferencias, además de factores emocionales que pueden inclinarlo hacia la ingestión excesiva de alimentos. Aunado todo ello a la actividad física que desarrolle.

Medir a un niño de 9 años  y etiquetarlo, no va a contribuir en nada a la modificación de la obesidad. Por el contrario, hacerlo sentir como responsable de su condición estructural solo va a generar un estigma nada positivo. Si queremos combatir un problema de ese tamaño, es necesario actuar mediante una estrategia científica que vaya a la raíz. De otro modo, la situación solo empeorará.

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