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Coahuila

Jesucristo y el Perdón

Por Jorge de Jesús 'El Glison'

Hace 3 meses

Desde que tengo uso de memoria, puedo decir que he permanecido en una constante “búsqueda”. Al principio, claro, no sabía exactamente lo que estaba buscando, pero era un niño muy preguntón, y que en ocasiones no me quedaba satisfecho con las respuestas que me daban a las preguntas, las cuales yo reconocía como incógnitas para mi saber y entender, por lo cual buscaba una segunda, tercera, o hasta cuarta opinión, y con base a ello me formaba mi propio criterio, lo que yo reconocía como “verdadero”, por lo menos para mí, era mi verdad única e individual. Lógicamente, de niño mis preguntas eran muy primitivas y obvias, por ejemplo: ‘¿Por qué el cielo es azul, y el agua del mar también, pero cuando la tomo entre mis manos es transparente, pierde su tonalidad del color antes mencionado?’, en ocasiones, mis padres o las personas a mi alrededor, a quienes también cuestionaba, me daban una respuesta lógica y coherente que me permitía quedarme tranquilo en cuanto a ese respecto; pero, inmediatamente, sacaba de mi repertorio nuevos cuestionamientos que confundían y desesperaban a mis interlocutores, por lo cual simplemente respondían “porque así es y ya”, o “ no estes molestando con tus cosas”, en raras ocasiones tenían la capacidad de decir simplemente: “no sé”, seguido de “pregúntale a tu papá, o a tu mamá”, según fuera el caso y la ocasión.

 

Yo fui el mayor de cinco hermanos en mi casa, y mi hermano Miguel nació un año después de que yo, y luego Eduardo casi de inmediato, razón por la cual, mi abuela paterna, doña Eva Peart Pérez, se hizo cargo de mí mientras crecían mis hermanos, esto se prolongó por varios años, como unos 5 o 6, mi abuela estaba divorciada, así que se creó una relación simbiótica muy estrecha, en la cual se manifestó un maravilloso e instructivo universo entre ella y yo. Doña Eva era una mujer muy activa, diríase hiperactiva, circunstancialmente, debido a que en su familia fueron 11 hermanos; de esas familias antiguas, tradicionales e injustas, a su hermana mayor, la tía Norita, la mandaron a estudiar a una exclusiva escuela de señoritas, y a mi abuelita la sacaron de la escuela en tercero de primaria para que ayudara a su mamá a cuidar a sus hermanos pequeños, sin embargo, aunque no pudo continuar sus estudios escolares, eventualmente se convirtió en autodidacta, aprendió por cuenta propia y logró triunfar en todo lo que se propuso. Supongo que, por ello, vertió en mí su carencia de instrucción en su temprana infancia, y se dedicó a enseñarme todo lo que sabía desde antes de que yo ni siquiera hubiera entrado al kínder, al jardín de niños. Uno de mis recuerdos mas tempranos es el que ella, tomándondome de unos tirantes, como enseñándome a caminar, me hacía que repitiera todas las letras del abecedario, empezando por las vocales y luego las consonantes, hasta que yo fuera capaz de pronunciar palabras y oraciones completas; acto seguido me enseño a leer, y eso se convirtió para mí en una adicción. Recuerdo que yo leía todo lo que estuviera a mi alcance, los letreros por las calles, los ingredientes de los paquetes de comida, de las pastas de dientes, todo lo que tuviera letras inmediatamente me interesaba y lo leía con gran dedicación e interés. Lógicamente al entrar a la escuela, en ese sentido yo estaba muy adelantado a mis compañeros; en aquella época, se acostumbraba hacer concursos entre los niños de lectura de rapidez y comprensión de los textos leídos, indefectiblemente yo siempre ganaba con creces en los susodichos certámenes, al grado tal, de que la maestra decidió que yo ya no debería concursar, para darle oportunidad a mis compañeros de propiciar una competencia más justa; sabiamente, supongo que para que yo no me sintiera discriminado, me encargó que yo fuera quien contara las palabras que mis compañeros leían. Mi abuela me proveía de infinidad de libros que yo leía ávidamente, siendo los de mi preferencia los que trataban de aventuras, de esa manera leí Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo, del mismo autor; Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, Las Aventuras de Sandokan, de Emilio Salgari; Tom Sawyer, de Mark Twain, y todo lo que caían en mis manos lo devoraba rápidamente. Un poco mas grande, en mi escuela primaria, que era lasallista, el objetivo era aprenderse el catecismo, lo cual logré y me gané las medallas pertinentes de moral y otros rubros referentes. En la preparatoria estudié con mucho interés a todos los filósofos occidentales, griegos, alemanes, ingleses, etc. También me interesé en la historia de las religiones mundiales, leí El Corán, los Vedas Hindúes, la doctrina de Buda, Confucio, Lao Tse, y el Persa Zoroastro, y más tarde consumí la mayoría de los libros de autoayuda y superación personal, sin dejar de mencionar los libros de mi carrera en Psicología y mi Maestría en Coaching Integral. Disculpen los lectores toda esta introducción, que no tiene como objetivo resaltar mi capacidad lectora, o el presumir de lo que aprendí gracias a mi abuela, sino que lo que quiero resaltar, ahora que terminó la Semana Santa, es que podemos leer y aprendernos de memoria cientos de libros, millones de palabras y frases célebres, pero a final de cuentas, todo ese conocimiento y consejos de sabiduría y comportamiento no sería necesario si simplemente los seres humanos lleváramos a la práctica la Doctrina de Jesucristo: “Amaos los unos a los otros, perdona a los que te ofenden, y arrepiéntete de tus errores para ser capaz de perdonarte y amarte a ti mismo”.

 

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