Los peores embusteros son los propios temores
Rudyard Kipling
No existe un sólo ser humano que no sienta miedo ni tampoco que le guste hablar de ello. Es uno de los temas más evadidos personal y socialmente. La causa es que, en general, el ser humano no sabe gestionar sus emociones, ni agradables ni desagradables, es decir, ni positivas ni negativas, y si no tolera las propias, menos las ajenas. Las malas las evita, las buenas las envidia.
El condicionamiento social para estar la mayor parte del tiempo bien y de buenas nos ha alejado del autoconocimiento; de cosas tan básicas como saber por qué sentimos miedo –me refiero a las causas reales, no imaginarias–, y cuál es nuestra forma personal de reaccionar.
Creemos que nos dan miedo el futuro, la escasez, la enfermedad, la soledad, la traición, la injusticia, el rechazo y hasta la mala suerte, pero en realidad lo único que lo produce es el pensamiento inconsciente.
Me explicó: la mayor parte del tiempo, si no es que todo, vivimos con el piloto automático puesto, es decir, sin ser conscientes de lo que sucede en nuestro interior, separados por tanto de nosotros mismos. En ese estado, nuestro cerebro reptil, el más primitivo de los tres que tenemos (emocional y racional son los otros) toma el control y entramos en modo supervivencia, porque esa es su única función. Constantemente nos alerta del peligro, real o no. De hecho, generalmente es imaginario, producto de la interpretación negativa que le damos a lo que nos sucede, tanto a partir del pensamiento aprendido, como del generado inadvertidamente por nosotros para reafirmar el otro.
Como el cerebro emocional no es el encargado de razonar, ante esas alertas y la intromisión inmediata de los pensamientos catastróficos programados, se pone al servicio del criterio dominante de supervivencia y genera los neuropéptidos que le indicarán a nuestras glándulas qué hormonas segregar para que sintamos miedo, incluso pánico, ansiedad y cualquier otra emoción perturbadora. La cosa se pone aún peor si el cerebro racional entra en acción sin el elemento que lo convierte en la solución: la conciencia, porque entonces comenzamos a orquestar pretextos y justificaciones par sentirnos como nos sentimos y actuar como actuamos.
Así pues, la conciencia es la diferencia; la verdadera conciencia, la del observador de sí mismo, libre de identificación con lo que pensamos y sentimos, y que sólo es posible por voluntad.
Ahora bien, hay sólo dos maneras de reaccionar a ese miedo estando en piloto automático: luchar o huir. Ambas tienen un lado positivo y uno negativo. Cuál predomine dependerá de nuestro aprendizaje en la familia y la experiencia de vida. Quienes entran en pie de guerra ante el miedo son ese tipo de personas combativas a las que no se les cierra el mundo, pero sí muchas puertas por su agresividad.
Quienes huyen también pueden paralizarse. Son ciertamente a quienes se les cierra el mundo; se desalientan y se resignan a vivir con el problema, pero cuando deciden moverse lo hacen con paciencia, prudencia y amabilidad, lo que les abre más puertas que a los agresivos.
Ambos, por supuesto, pueden optar por reprogramar su mente para aminorar los efectos del miedo e incluso eliminarlo en casos determinados, aunque no para dejar de reaccionar a su manera cuando lleguen a sentirlo, pues esa es parte de su naturaleza personal. Se empieza siendo consciente de todos los pensamientos que plantean horrorosos escenarios y terroríficas posibilidades de peligro.
Hay que observarse alerta por alerta, pensamiento por pensamiento, emoción por emoción, sin dejarnos invadir ni convencer por ninguno. No hay otro procedimiento que el ser consciente de uno mismo durante el mayor tiempo posible del día. Empecemos, por ejemplo, preguntándonos, sin falta, cómo nos sentimos al despertar o antes de dormir. Cuando sea un hábito, extendemos esa conciencia a más momentos del día.
Ahí donde la conciencia lo observa, el miedo se debilita.
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