Lo que quiere el Gobierno es llevar a la quiebra a Grupo Salinas para quedarse con la televisora.
Que no lo crea quien no conoce a López Obrador.
Busca el regreso de Imevisión.
No es sólo porque –dicen quienes lo estiman– necesite un buen paracaídas mediático en su expresidencia.
Conoce lo voluble de las lealtades de quienes hoy se le cuadran, y requiere un medio poderoso para contraatacar e inhibir la crítica.
Pero no es eso lo que sustancia la agresión de López Obrador a Ricardo Salinas, sino la vocación estatista del Presidente.
Desde hace más de tres décadas López Obrador se ha manifestado en contra de la privatización de empresas del Estado.
Ahora lo vemos tomar todo lo que puede, sin pagar el costo electoral de aparecer como un gobierno expropiador.
Compra plantas eléctricas que no le aportarán al país un solo watt adicional.
Compra empresas de sal sin ningún sentido.
Congeló las rondas petroleras que eran para los privados.
Compró una línea aérea.
Hizo un banco para el Gobierno.
Aeropuertos para el Gobierno.
Construyó un tren del Gobierno.
Levanta una refinería en un pantano.
Todo eso que parece una locura económica –y ciertamente lo es– responde a una convicción de fondo, que comparte con su candidata a sucederlo: el estatismo.
Por esa idea equivocada, que ha mostrado su fracaso en los países socialistas, en México se han dilapidado, en este sexenio, 2 billones 520 mil millones de pesos.
Más lo que seguiremos perdiendo en subsidiar obras faraónicas e inútiles, así como el billón de pesos anuales que no ingresarán a la economía por la destrucción del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.
Dinero de los impuestos que pagan empresas y ciudadanos, tirados en la obsesión estatista del Presidente de la República.
¿Y la seguridad?
¿Y la educación pública?
¿Y la salud pública?
Todo ha venido a menos para gastarlo en el dogma ideológico: empresas del Estado, que con un poco de sensatez deberían ser operadas por el sector privado.
Ahora quiere una televisora. Venga Azteca.
Y lo hace con la mano del gato.
Primero una campaña para desprestigiar a Ricardo Salinas y crear incertidumbre sobre la viabilidad del banco.
Sí, en eso gasta el Gobierno parte de los recursos públicos. Desprestigiar y diseminar insidias contra empresas privadas.
Luego, lo que es un diferendo fiscal que se dirime en tribunales, el Presidente ordenó escalarlo.
Al presidente del Grupo Salinas le cercaron con la Guardia Nacional un campo de golf, que tiene la concesión vigente.
El dueño alzó la voz en protesta, acusó al Gobierno de gastar sin rendir cuentas, y exigió respeto al Estado de derecho. En cinco días le duplicaron la (supuesta) deuda en impuestos.
No se han cansado, ni el Presidente ni sus voceros, en difamar a jueces y a ministros de la Corte para ganar el litigio y doblar al empresario.
Conozco analistas que optan por abstenerse de opinar sobre el tema con el argumento de que “en ese pleito de gigantes más vale no meterse”.
No, no es un pleito entre gigantes.
No son iguales un empresario, por acaudalado que sea, y el Presidente de la República con la fuerza del Estado, la legal y la ilegal, que detenta y ejerce.
Los propagandistas del Gobierno quieren presentar el pleito como una batalla épica del poder político que enfrenta al poder económico y le cobra impuestos.
Eso sí lo saben hacer: propaganda para distorsionar.
Distorsionar para distraer: llevar a la quiebra al empresario que se les enfrentó en defensa propia, y quedarse con la televisora.
Estamos en el umbral de un “lopezportillazo” de fin de sexenio.
Guardar silencio es darle un aval al estatismo.
Y a todo esto, ¿dónde está el Consejo Coordinador Empresarial?
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