“Era el rey de chocolate con nariz de cacahuate. Y a pesar de ser tan dulce, tenía amargo el corazón”, Cri-Cri
Helo ahí, sentado en su Palacio, con una corona sobre la cabeza, colocada por sí mismo. AMLO el monarca macuspano, emperador de los enojados, rey de la región menos transparente del aire. El que se declara por encima de la ley, por arriba de las reglas de la convivencia democrática. El líder claramente no apto para gobernar, peligrosamente impulsivo, viciosamente connivente e indiferente a la verdad. Dispuesto a doxxear a cualquier periodista y violar todo límite ético para proteger un reinado que está llegando a su fin. Dispuesto a abusar de su poder si eso entraña “proteger su dignidad”. Un Presidente encolerizado revela lo que trae puesto bajo la banda presidencial y no es un traje republicano. Es la toga de un tirano en ciernes, molesto porque las murallas de membrillo comienzan a caerse.
En el libro El tirano: Shakespeare y la política Stephen Greenblatt analiza lo que el dramaturgo escribió sobre hombres de poder que gobiernan sin contenciones y sin escrúpulos. El costo trágico de la sumisión -la corrupción moral, el desperdicio masivo del tesoro nacional, la pérdida de vidas- que acarrean consigo al actuar así.
Y AMLO ha creado las condiciones para que la sociedad mexicana abrace pulsiones autoritarias que en el pasado combatió. Ahora demasiados aceptan que trate la Ley General de Protección de Datos Personales en Posesión de Sujetos Obligados como si fuera papel de baño, ponga en riesgo la seguridad de periodistas, y crea que su traición se resuelve con simplemente “cambiar el número de teléfono”.
¿Por qué ante la evidencia de mendacidad, crudeza o crueldad no funciona como una desventaja fatal, y al contrario, atrae a seguidores ardientes? ¿Por qué personas, en otros tiempos congruentes, respetuosas de sí mismas y de los demás, se someten a las afrentas del autoritario, a su espectacular indecencia, y a su sentido de que puede hacer lo que se le dé la gana? ¿Por qué permiten que AMLO se comporte como un rey en un castillo y asumen el papel de súbditos en vez de ciudadanos?
El problema no ha sido sólo un hombre que goza la dominación, la mofa, el insulto y el desprecio por los límites legales. La responsabilidad también recae en una fatal conjunción de respuestas autodestructivas de quienes lo rodean y lo justifican. Quienes en el ámbito político, intelectual y periodístico han sido atraídos irresistiblemente a normalizar lo que no es normal. El autoritario siempre encontrará verdugos dispuestos. Los que desviarán la atención hacia los abusos de la DEA, sin reconocer los abusos del Presidente. Los que piensan que una nota periodística con un mensaje preocupante le da licencia a López Obrador para matar al mensajero. Los que manipularán la narrativa nacional hacia el “injerencismo” complotista de The New York Times y el Gobierno estadunidense, sin criticar al amado líder por violar la consigna juarista “Al margen de la ley, nada; por encima de la ley nadie”.
La abogada Melissa Ayala describe con prístina claridad: Las autoridades están obligadas a garantizar el buen uso de nuestros datos personales, porque su protección es un derecho humano, reconocido en la Constitución. Hay leyes que regulan este derecho. Hoy AMLO las pisotea sin el menor pudor, y se vanagloria de ello. Hay leyes que los particulares también están violando al doxxear a líderes de Morena, pero ellos en vez de exigir el respeto a las reglas, invitan a cambiar de teléfono tal como lo ordenara el rey rijoso. Eso es lo que sucede cuando el titular del Estado desprecia la legalidad: Invita a los demás a hacerlo.
Para pelear contra ese precedente destructivo demandé al presidente López Obrador y a las autoridades del aeropuerto por la filtración de mis datos personales. Para protegerme y proteger a otros ante un gobernante que reitera comportamientos antidemocráticos. La historia demuestra que los tiranos -o quienes aspiran a serlo- caen por su crueldad y por un espíritu popular de humanidad que puede ser temporalmente suprimido, pero nunca completamente extinguido. La mejor esperanza para la recuperación de la decencia colectiva reside en los ciudadanos ordinarios. Quienes recuerdan que “aquel rey al ver su suerte se puso a llorar tan fuerte, que al llorar tumbó el castillo y un merengue lo aplastó”.
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