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El enigma de López Obrador

Por Raymundo Riva Palacio

Hace 1 año

En marzo de 2018, el candidato Andrés Manuel López Obrador dejó fríos a los asistentes en la Convención Nacional Bancaria. “Si las elecciones son limpias, son libres, voy a Palenque”, dijo. “Si se atreven a hacer fraude electoral, yo me voy también a Palenque y a ver quién amarra al tigre. El que suelte al tigre que lo amarre; yo no voy a estar deteniendo a la gente luego de un fraude electoral”. La declaración fue tomada como una amenaza de violencia si no ganaba la elección presidencial, y aunque él negó días después esa interpretación, nadie le creyó porque su biografía política está llena de presiones sociales y extorsiones políticas en cada elección que perdió en el pasado.

Este 4 de enero, aquella amenaza revivió en un cuerpo diferente y en un momento radicalmente distinto. López Obrador es Presidente de la República, no un líder opositor, y un tigre como aquel con el que amenazó, ya no es un cuerpo político errante y anárquico, sino uno que puede manipularse desde Palacio Nacional. “Ayudando a los pobres va uno a la segura, porque ya sabe que cuando se necesite defender, en este caso la transformación, se cuenta con el apoyo de ellos”, afirmó. “No así los sectores de clase media, ni con los de arriba, ni con los medios, ni con la intelectualidad. Entonces, no es un asunto personal, es un asunto de estrategia política”.

López Obrador reconoció lo que siempre ha negado. Sus programas sociales no son parte de una política pública para mejorar el bienestar de quienes menos tienen -como presume-, ni resolver el problema de la pobreza -que se ha agudizado durante su sexenio-, sino como una estrategia electoral para generar clientelas que voten por quienes indique, o puedan ser movilizadas a las calles, en caso de que sus candidatas y candidatos, no triunfen en las urnas. Ya no hay engaño, ni declaraciones sibilinas. El enigma ha desaparecido.

Desde ayer mismo, la estrategia empezó a instrumentarse. La Secretaría del Bienestar, a través del banco creado por el régimen para fines clientelares, comenzó a repartir más dinero entre los más necesitados. Inició con los adultos mayores, quienes por orden alfabético recibirán durante los próximos seis días su pensión con un incremento de 25%, que irá subiendo gradualmente hasta el próximo año, cuando se realice la elección presidencial. Paralelamente, el Presidente llamó a cuentas a la secretaria del Trabajo, Luisa María Alcalde, con el objetivo de resucitar el fracasado programa Jóvenes Construyendo el Futuro, otro caldo de cultivo electoral.

Los recursos para los programas sociales son inagotables, y la Secretaría de Hacienda, como ordenó el Presidente hacer también con el financiamiento para la construcción de la refinería Dos Bocas, tendrán que salir con más ajustes al gasto público, reducción en las nóminas de la burocracia, mayor eficiencia en el cobro de impuestos, aunque sea con tácticas intimidatorias, y la deshidratación de la economía en general. Al Presidente no hay tema que más le importe que estos dos. Uno por su capricho juvenil de tener una refinería, y el otro porque no puede dejar abierta ninguna posibilidad de que Morena pierda la elección presidencial, porque tiene certeza que su proyecto de nación quedaría truncado.

Por eso es tan reveladora su declaración en la mañanera del miércoles, que igualmente produce escalofríos, al comenzar López Obrador a quitarse la máscara. Su viejo llamado a la acción de “primero los pobres” no es una postura ética y de justicia social, sino una estrategia para convertir a ese segmento de la población, mediante el encanto de su palabra, en maquinaria de votos.

En la elección presidencial en 2018, la empresa BGC que encabeza Ulises Beltrán, realizó una encuesta de salida que reveló que si bien López Obrador tuvo mayoría de votos en todos los sectores por estratos de ingreso, fueron los sectores menos favorecidos -con ingresos de menores a 2 mil 500 pesos al mes- quienes más lo apoyaron (53%), seguidos por quienes ganan menos de 8 mil pesos (46.6%).

López Obrador entiende muy bien a su electorado y conoce cuáles son los resortes que puede jalar para mantenerlo leal. La narrativa de que hay grupos de privilegiados clasistas y racistas que detestan a los pobres y que quieren impedir que se les siga apoyando con recursos directos, se vuelve verosímil si va acompañada de la inyección creciente de dinero que está llegando a ese grupo de la población. Las generalidades llevan a errores o mentiras en las conclusiones, pero el discurso simple, directo y reiterativo del Presidente, sin importar la veracidad de su contenido, ha sido exitoso.

El problema de fondo no es que busque consolidar esa clientela electoral -otros partidos lo han intentado antes, a veces con éxito y otras no-, sino que piensa utilizarlos como carne de cañón en caso de que ni siquiera con su voto alcancen a ganar quienes compitan por Morena. Lo delineó en la mañanera al expresar su confianza de que al repartir dinero de manera directa, “cuando se necesite defender, en este caso la transformación”.

Si confía en que será un grupo al que puede llamar a la movilización en caso de una derrota de Morena en las urnas, podemos imaginarnos que en la defensa de su proyecto -y por consiguiente su trascendencia-, López Obrador se jugará todo con todo. Ya no será el amago del tigre que sacó ante los banqueros en 2018, sino la advertencia a la oposición, instituciones y contrapesos, qué hará si pierde la elección presidencial, o sea, sacar a la gente a las calles para generar inestabilidad e ingobernabilidad.

En los escenarios para la elección presidencial en 2024 se tiene que incorporar esta eventualidad, por lo que el reto intelectual y político para la oposición no es solo cómo pueden derrotarlo, sino cómo podrían impedir el caos que generaría su aferramiento al poder, equivalente a un autogolpe de Estado, para gobernar desde las sombras. El problema real no es la elección, sino el día después.

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