A veces, las costumbres de un país famoso se celebran en otro que no se le parece en nada y tiene pocas posibilidades de llevarlas a cabo.
Me refiero, por supuesto, a la Navidad, rito pagano que siglos después se asoció con la cristiandad y más tarde con el gusto de los colonos de Nueva Inglaterra por dar gracias comiendo pavos (aunque la fiesta de Thanksgiving ocurre en noviembre, su impacto gastronómico se extiende a la Nochebuena). En México todo eso resulta exótico, lo cual incrementa el entusiasmo por participar en la confusión.
En mi infancia se ponía mayor énfasis en el Día de Reyes que en la Nochebuena. Pero la cercanía con Estados Unidos adelantó la entrega de regalos al 24 de diciembre. Como tantos héroes del deporte que son sustituidos por un advenedizo, el Niño Dios fue reemplazado por Santa Claus.
Toda cultura está hecha de mezclas. Lo curioso no es que hayamos asumido hábitos ajenos, sino que lo hagamos con apasionado fervor, como si el destino de la patria fuera tirado por trineos.
No hay modo de que la evidencia mitigue nuestra pasión invernal.
En diciembre hace calor en la mayor parte del país y a las 12 del día cae un sol de justicia; bajo ese clima, los niños dibujan paisajes nevados en las escuelas y los automóviles se adornan con falsas cornamentas de renos. En la televisión, los publicistas informan que los mexicanos de temporada son rubios, usan bufanda, patinan en hielo y regalan el más caro de los whiskies. Terminados los anuncios, se transmite por enésima ocasión El Grinch.
¿Qué tiene que ver eso con nosotros? En el paisaje mexicano no abundan los árboles de Navidad; si descubres más de 10, eso califica como Parque Nacional. Sin embargo, para satisfacer nuestros nórdicos anhelos, han surgido viveros que ofrecen abetos en tallas que van de la S a la XL. La opción alterna consiste en comprar un árbol de plástico hecho en Taiwán que se desarma después de Reyes y se guarda en el trastero hasta la siguiente Navidad.
El hecho de que Santa Claus venga del Polo Norte pone a prueba el sistema de creencias de los niños. ¿Cómo consigue superar el tráfico capitalino, estacionar su trineo y entrar a casas en las que no hay chimenea?
También la dieta navideña contraviene las costumbres. Quizá influidos por la atmósfera de paz, comemos menos chile que nunca, preparamos bacalao sin mucha idea de cómo quitarle las espinas y durante horas inyectamos con vino y especias un pavo que nadie sabrá rebanar. ¿Por qué no apelamos a nuestra milenaria sabiduría culinaria? Mi opinión es que no queremos privarnos del sentido de extravagancia que aporta la Navidad. ¿Hay algo más raro que ser felices en compañía de parientes que hemos evitado durante todo el año? Esta magnífica sensación de irrealidad se refuerza si comemos cosas raras.
Durante años, mi padre fue el encargado de cortar el pavo porque había cursado dos años de Medicina y eso le permitía distinguir un músculo de un nervio. Fue sustituido por un primo que era notable taxidermista hasta que un día se fracturó el brazo y tuve que ocuparme de la tarea. Del pavo figurativo pasamos al abstracto.
¿Acaso no hay nada mexicano en el menú? Para demostrar que no hemos perdido identidad, incluimos dos platillos que no volvemos a probar en todo el año: romeritos y huauzontles. Se trata de vegetales sumidos en espesa salsa de mole, de difícil masticación y peor digestión. No son las estrellas de la noche; los aceptamos como actores de reparto que recuerdan, de manera incómoda, pero necesaria, que no olvidamos las esencias vernáculas.
El desorden gastronómico desemboca en peladillas y turrón de Alicante, lo cual explica que en la Noche de Paz haya tantos dentistas de guardia.
¿El futuro incorporará nuevos rasgos a la fiesta? Sí, a condición de que sean ajenos a nosotros. México, como quería el poeta Ramón López Velarde, es “fiel a su espejo diario” a lo largo del año, pero se da vacaciones de sí mismo en Nochebuena.
La razón parece ser la siguiente: estamos convencidos de que la felicidad viene de lejos. Rodeados de pésimas noticias, anhelamos que un resplandor distante ilumine el cielo.
Como la extraña pareja que encontró en Nazareth la bondad de los desconocidos, en Navidad hacemos todo lo posible por sentirnos extranjeros en nuestra propia casa y así descubrimos una manera sorprendente de ser nosotros mismos.
ÁTICO
Ritual exótico, la Navidad es asumida entre los mexicanos como si el destino de la patria fuera tirado por trineos.
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