Internacional
Por Grupo Zócalo
Publicado el viernes, 27 de septiembre del 2019 a las 11:01
“Éramos niños malvados. Semillas del diablo”. Así describió Terry, una de las hijas de Theresa Knorr, el modo en que su madre les veía tanto a ella como a sus cinco hermanos. La paranoia continua de esta psicópata (como la describieron los expertos una vez detenida) la llevaba a creer que dos de sus vástagos practicaban brujería. De ahí sus múltiples problemas. Entre ellos, la subida drástica de peso o su adicción al alcohol.
Sin embargo, la apodada como ‘La Torturadora’, gobernaba el hogar familiar entre vejaciones, golpes, intimidaciones y ya en último caso, el asesinato. Knorr terminó matando a tiros y cuchilladas a dos hijas, para después prenderlas fuego y abandonar su cuerpo en medio de la montaña. Su sadismo no tenía límites. Fue gracias a la citada superviviente que las autoridades descubrieron qué ocurría en la Casa de los Horrores.
Theresa Jimmie Francine Cross nació el 12 de marzo de 1946 en Sacramento (California) en el seno de una familia de clase media a la que la enfermedad del padre –tenía parkinson- supuso un varapalo económico. El patriarca, quesero de profesión, se retiró laboralmente tras el diagnóstico y esto le sumió en una profunda depresión. Por su parte, la madre, fue quien sacó a los niños adelante pero falleció de un problema cardíaco cuando Theresa era una adolescente. Con quince años acababa de perder su timón en la vida.
Hasta que conoció a Clifford Sanders, un hombre cinco años mayor, por el que en 1962 dejó los estudios y terminó casándose. Fue el primero de cuatro maridos y con quien tuvo al primogénito, Howard.
Las continuas peleas en el matrimonio surgían de la desconfianza de Knorr hacia su esposo. No solo le acusó de serle infiel sino de ponerle la mano encima. Incluso un día estuvo a punto de ponerle una denuncia en la comisaría. Se presentó ante los agentes, les contó su historia, pero al final no quiso presentar cargos.
La situación en casa era insostenible y en una de las discusiones, Clifford le dijo que la abandonaba. En aquel momento, Theresa estaba embarazada de su segunda hija, Sheila. Sin embargo, al hombre no le dio tiempo ni a salir por la puerta. La mujer cogió una escopeta y le disparó en el pecho. Murió al instante. “Agarré una escopeta para evitar que me golpeara y explotó”, explicó Theresa a los agentes cuando acudieron al domicilio.
Knorr argumentaba sin cesar que el disparo se había producido en defensa propia por temor a su propia vida. Pero el adjunto del fiscal del distrito Donald Dorfman lo tenía claro, había sido asesinato en primer grado. La acusó de asesinar a su marido a sangre fría y de inventarse aquellas explicaciones para evitar caer con sus pies en prisión.
Cuando llegó el turno de palabra de Theresa, la mujer subió al estrado rota de dolor, llorando y describiendo ante los miembros del jurado la supuesta historia de malos tratos que llevaba sufriendo a causa de su esposo. El testimonio de su psicólogo el doctor Leroy Wolter le ayudó en su estrategia. De ella dijo que estaba asustada, arrepentida, que se sentía tan ansiosa que era incapaz de perpetrar el crimen a sangre fría. Y algo clave, que actuó en defensa propia.
Pero Dorfman lo tenía claro: “es un asesinato en primer grado premeditado”. Porque para el adjunto al fiscal “no todos los asesinos pueden parecerse a la bruja en ‘Blancanieves’”, y el hecho de que esté embarazada no tenía que ver con que disparase y matase a su marido “sin provocación” y maliciosamente.
El 22 de septiembre de 1964 y tras hora y cuarenta y cinco minutos de deliberación, el jurado encontró no culpable de asesinato en primer grado a Theresa Knorr. Fue puesta en libertad de inmediato. A partir de aquí comenzó a aflorar el ‘monstruo’ que llevaba dentro. Se refugió en la bebida y acusó a sus hijos de ser el motivo de todos sus problemas.
Volvió a casarse en 1966 con el soldado Robert Knorr del que adoptó su apellido y con quien tuvo cuatro hijos más: Susan, William, Robert y Theresa ‘Terry’. Tampoco funcionó este matrimonio. Probó con otros dos hombres más, un ferroviario y un periodista, pero ninguno cuajó más que unos meses. A sus treinta años se había divorciado por cuarta vez y seguía fuera de control.
Alcohólica y completamente desquiciada, Theresa descargaba toda su rabia y frustración sobre sus hijos. Practicaba toda clase de torturas con ellos: les obligaba a sentarse en el suelo de la cocina sin mover un músculo, para después abofetearles y golpearles; les lanzaba cuchillos o les apuntaba a la cabeza con una pistola; y les apagaba los cigarrillos en su piel.
Los niños tenían prohibido hablar de lo que ocurría dentro de casa, de ahí que los vecinos no percibieran tal grado de maltratos y vejaciones. “Sabía que eran raros, pero no sabía que eran tan raros”, llegó a decir Susan Sullivan, una antigua vecina.
Pero ‘La Torturadora’ se ensañó especialmente con Susan y Sheila. Contra ellas sentía una especial animadversión. Un odio visceral que derivó en dos atroces crímenes que tardaron años en descubrirse. La belleza adolescente de estas jóvenes despertó en Theresa una envidia enfermiza. Las acusaba de ser brujas y de realizar toda clase de conjuros para que engordarse y perdiese su atractivo físico.
En una ocasión, Theresa depositó una olla de comida caliente entre las piernas de Susan, la obligó a comérsela entera y después, le dio una tremenda paliza. La joven logró escapar y pedir ayuda a la policía. Pero cuando los agentes se personaron en el domicilio creyeron la versión de la madre. Les insinuó que Susan tenía problemas mentales y necesitaba un psiquiatra.
Tras aquella huida llegó una nueva paliza y una vigilancia exhaustiva donde Theresa implicó al resto de sus hijos. Les obligó a atarla a la cama y a azotarla por turnos. Les prohibió alimentarla salvo dos veces al día. Decidieron soltarla cuando Susan juró y perjuró que jamás volvería a escapar.
Ya en 1982, una brutal pelea entre madre e hija terminó a tiros. Theresa sacó un arma y disparó al pecho de Susan. Para evitar que nadie descubriese lo ocurrido, la matriarca pidió a sus hijos varones que la ayudasen a curarla. La metieron en la bañera y consiguieron coserla. Pero jamás le extrajeron la bala. Aquello, tiempo después, acabaría matándola.
Un nuevo enfrentamiento entre ambas llevó a Theresa a clavarle unas tijeras en la espalda de su hija con la consabida promesa de curarla. Susan necesitaba salir desesperadamente de allí, así que prometió a su madre que se dejaría extraer la bala antes de marcharse. Así no tendría prueba alguna para denunciarla a la policía.
El suelo de la cocina sirvió como mesa de operaciones y una botella de whisky y antipsicóticos como potente anestesia. El momento llegó, Theresa cogió un cuchillo de cocina y procedió a abrirle. No logró sacarle el proyectil si no producirle un insoportable dolor y que se desmayase al instante.
Pese a los antibióticos que le dieron, Susan empeoraba por momentos. Sufría de septicemia. Y tales eran sus gritos de dolor que para evitar que los vecinos los escuchasen, Theresa la amordazó, la ató de pies y manos y decidió llevársela hasta un puente cerca de Place County. Allí la quemó viva. No lo hizo sola. William y Robert, de diecisiete y dieciséis años respectivamente, la ayudaron en el asesinato. Era julio de 1984.
Con la muerte de Susan, los hermanos cayeron presos del pánico. Desarrollaron auténtico terror hacia su madre. Y Susan, la “favorita” de Theresa, cumplía a pies juntillas con las directrices de la matriarca. Entre ellas, la de prostituirse para ayudar económicamente a la familia. Pero ni eso convenció a Knorr.
Pronto se obsesionó con que Sheila les mentía. Creyó que su hija estaba embarazada –que no era cierto-, y que además, tenía una enfermedad de transmisión sexual de la que se había contagiado en el baño. Como la joven no confesaba, la madre no dudó en golpearla hasta la saciedad y terminó por encerrarla en un armario junto al baño. “¡Derrótalos hasta que confiesen!”, recordaba Terry.
Sheila no podía salir de allí bajo ningún concepto, ni comer ni beber, ni tampoco que ninguno de sus hermanos la auxiliasen. “Ayúdame, ayúdame”, gritaba. Tras varios días de gritos y sollozos, estos cesaron. Y una semana después la vivienda se inundó de un fétido hedor a cadáver. Cuando abrieron la puerta se encontraron a la joven en posición fetal. Había intentado trepar algunos estantes, pero no lograron resistir su peso y terminó cayendo.
Era casi finales de junio de 1985 y Theresa temía que el vecindario se percatase de aquel olor a podrido. Su plan: llevar el cuerpo a las montañas. Los ejecutores del plan fueron de nuevo sus hijos, William y Robert, que abandonaron a su hermana ya fallecida dentro de un improvisado ataúd en medio de un campo próximo al aeropuerto de Truckee. Antes de marcharse le prendieron fuego.
Horas más tarde un vecino de la zona, Elmer Barber, se topó con el cadáver descompuesto y calcinado de Sheila. Avisó a las autoridades del Condado de Nevada y tras horas de búsqueda de pistas y recogida de pruebas, y ante la imposibilidad de identificar el cuerpo, decidieron llamarla Jane Doe #4858-84.
En cuanto a la madre, creyendo que el armario la delataría, ordenó a Terry quemar la casa. El incendio arrasó toda la vivienda por completo excepto un mueble: el armario donde había fallecido Sheila.
Tras el siniestro, madre e hijos se separaron y emprendieron caminos distintos, menos Robert que siguió al lado de Theresa hasta que le condenaron por asesinato. El resto rehicieron sus vidas. Hasta que casi nueve años después, Terry, ya casada y con un gran sentimiento de culpa a sus espaldas, decidió denunciar los crímenes. Un episodio de American Most Wanted le abrió los ojos.
El relato de los asesinatos de sus hermanas sobrecogieron al sargento Ron Perea del condado de Nevada. Durante varias horas, Terry le explicó las torturas y vejaciones perpetradas a manos de su madre, y dio la localización exacta de dónde habían abandonado los cuerpos abrasados años atrás.
Tras revisar expedientes anteriores, el detective descubrió que el informe sobre la desconocida Jane Doe –el cuerpo de Sheila- encajaba con el relato de Terry. No solo eso, sino también el de la denuncia sobre el cadáver de Susan. Tras identificarlos, procedieron a la detención de Robert, William y Theresa.
El 10 de noviembre de 1993 la policía localizó a la asesina en su casa de Salt Lake City. Ya no se apellidaba Knorr sino Cross, el de soltera, y cuidaba a la anciana madre de su casero. Se la acusaba de homicidio, homicidio por tortura y conspiración para cometer estos crímenes.
En cuanto a la detención de sus hijos William y Robert: el primero fue puesto en libertad; mientras que el segundo fue declarado cómplice en la muerte de su hermana Sheila al acordar testificar en contra de su madre. La condena de tres años de prisión por este último delito se sumó a la previa por asesinato que ya estaba cumpliendo. No fue el único veredicto contra él. En 2016 le sentenciaron a ocho años de cárcel por distribución y posesión de pornografía infantil.
Respecto a Theresa su comportamiento varió tras la declaración de sus vástagos. Aunque en un principio afirmó ser inocente de todos los cargos, tras intuir que la delatarían, se declaró culpable. Creía que le rebajarían la condena y que se libraría de la pena de muerte. Y así fue.
El 15 de octubre de 1995 el juez William R. Ridgeway la sentenció a dos cadenas perpetuas consecutivas con posibilidad de salir en libertad condicional en 2027. Durante el juicio, el magistrado calificó los crímenes de ‘La Torturadora’ de una “insensibilidad más allá de lo creíble”.
Incluso su perfil criminal aparece en el llamado ‘Índice de Maldad’ (Most Evil), una escala basada en las investigaciones del doctor Michael Stone donde describe a los peores asesinos y psicópatas de la historia. Según este experto, las motivaciones que llevaron a matar a Theresa Knorr alcanzarían la categoría 22, la más alta contemplada, la de los psicópatas y torturadores.
Por La Vanguardia:
https://www.lavanguardia.com/sucesos/20190927/47661950959/theresa-knorr-madre-tortura-hijos-torturadora-crimenes-psicopata-las-caras-del-mal.html#foto-1
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