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La vida en Nacapa: Aquí no viene nadie…

  Por Paola A. Praga

Publicado el domingo, 7 de noviembre del 2010 a las 16:00


Tres zapatos dispersos quedan sobre la fina arena color miel. Pertenecían a unos pies pequeños, lo confirma su tamaño.

Saltillo, Coah.- Tres zapatos dispersos quedan sobre la fina arena color miel. Pertenecían a unos pies pequeños, lo confirma su tamaño. Todos se fueron, las veredas están vacías en medio del desierto.

El sol quema como brasas sobre la piel. Lo que fue una imponente hacienda se cae a pedazos, mientras los cerros la resguardan tiesos. Los acompaña una carreta y pedazos de alambre.

No hay perros ni gatos cerca. Sólo insectos que emiten mínimos sonidos al caminar sobre la tierra. El silencio avasalla, su presencia se eleva y llega a tal punto que hasta lastima los oídos.

Es Nacapa, con sus tres habitantes. Situado al sur de Ramos Arizpe, el poblado sobrevive en la nada. No hay luz ni drenaje. No hay tiendas de abarrotes ni una plaza principal. No hay televisión ni periódico.

Hace más de 100 años fue un pujante centro de producción agrícola gracias al agua que concentraba en la laguna y que después se convirtió en presa. En aquel entonces tenía cerca de 2 mil habitantes.

Hace mas de 100 años su extensa hacienda fue ocupada un par de días por Venustiano Carranza y su Ejército Constitucionalista, para luego seguir su camino hacia Plan de Guadalupe.

Hace 100 años, pero ahora ya no. Ahora le quedan tres habitantes. El olvido y la soledad, el rezago y la marginación, ruinas y el infinito desierto. Y, sorprendentemente, cobertura telefónica.

El abandono

Luis Cano es delgado. A los 20 debió serlo mucho más, recuerda su juventud y encoge los hombros como quien revive el momento, pero luego se resigna a que ya no volverá. De niño aprendió los trabajos del campo y le agarró cariño a la tierra.

Pasó su niñez y su juventud en las orillas de la laguna, entre cabras, chivas y vacas. Su padre se dedicaba a la labor y su madre a cuidar la casa, se instalaron en una vivienda que era práctica y que formaba parte de la gran hacienda hace más de 70 años.

Me lo encontré al final de la presa, a unos metros de su burro. Parecía inmóvil, pero luego comenzó a avanzar sobre el suelo erosionado, crujiente en cada pisada. Derecho, izquierdo, derecho, izquierdo así mueve los pies.

La caminata es larga hacia donde está el animal, su único compañero, con el que convive más de ocho horas al día. Y aun así no tiene nombre. Dice que siempre le llama burro y le obedece.

“Nomás quedo yo aquí, señorita, bueno, mi mamá y un hermano porque mi mujer se fue pa’l pueblo, pa’ Ramos; aquí ya no hay nada, no queda nada, la gente se fue pa’ la ciudad desde hace muchos años”, explica don Luis, que acaba de cumplir los 62 años.

Las oportunidades se acabaron en Nacapa. Los ancianos se fueron extinguiendo y los jóvenes huyeron hacia la modernidad. Abandonaron sus casas y junto con los niños se llevaron las camas, la ropa y las ilusiones de una nueva vida.

Son unas ocho casas las que aun pueden ser ocupadas, el resto, cerca de 10, están desvencijadas, se caen poco a poco, ya no resisten el tiempo. A las que son habitables de vez en cuando regresan los propietarios, que viven en Saltillo y Ramos Arizpe.

Vida apartada

Luis Cano no habla de su madre y su hermano, se describe solo. Avanza a una piedra, a la que se sube para poder montar al burro. Dice que su compañera es la soledad, que la conoce bien y que con ella le basta.

Pero hay un Luis enojado, otro amable y otro nostálgico. El aislamiento le permite transformarse cuantas veces quiera en ellos, que al fin no molesta a nadie.

Se acostumbró a hablar lo necesario, a cantar y silbar mientras lleva a comer a unos 90 animales que engorda para venderlos.

“De repente sí me canso de estar solo, sí pega, ¿cómo no? Pero yo me quedo con esto, prefiero andar aquí con mis animalitos, a mí no me gusta la ciudad”, dice cambiando la cara de la duda a la resignación.

No tiene miedo ni al pueblo, ni al vacío ni tampoco al aislamiento. No nació en el hospital, sino en la casa de sus padres, así, de repente, tal vez desde ese momento se le sembró en las entrañas el aferrarse y luchar por su vida, por sobrevivir, así como lo hace ahora en Nacapa.

Tiene que arrear al ganado y dice que me puedo dirigir al pueblo, que a ver si encuentro a alguien mientras termina con los animales. Se despide con un “Ahorita voy yo pa’ ‘llá”.

Casada desde ‘chiquilla’

Su casa es fresca. Ahí aguarda su madre, espantando las moscas y limpiándole las cenizas a la estufa de leña, que está dentro de un cuartito antiguo hecho de adobe, con piso de cemento y una pequeña ventana. Saluda amablemente e invita a pasar a otra habitación.

Muros blancos, los muebles apenas necesarios, techos de viga, paredes de arcilla. Carmela se llama, es la mamá de Luis y de Hugo, su otro hijo mudo que se encuentra sentado en la habitación de al lado.

“Pos si aquí no viene nadie, ni los políticos a pedir el voto”, dice mientras acomoda una silla cerca de la entrada y se ríe tapándose la boca con la mano.

La despensa se la llevan cada 15 días sus hijos. Tiene seis, que están casados, su esposo se murió hace unos 15 años. Duda al responder su edad. “¿Que tendré?, unos 80 y tantos, ya voy pa’ los 90, es que yo me casé muy joven, antes a una la casaban bien chiquilla”.

Carmela presume un jarrón de barro que le dejó su suegra y ofrece un vaso de agua fresca. Platica de la labor, que no sabe leer ni escribir, de sus hijos, de cómo acamparon los carrancistas en el patio de la hacienda y de cómo en menos de 10 años, allá por los años 90, se vació el pueblo.

Nació en Plan de Guadalupe, pero su marido se quiso instalar en Nacapa porque en aquella época había suerte en la economía y el sueño era instalarse ahí o en Paredón, pero Nacapa estaba más cerca.

Entonces fue feliz, atendiendo a su familia, preocupándose por los chiquillos, pero ahora le apura que el reloj de su celular Nokia esté a tiempo.

“Ponme la hora m’ija, porque hace rato me habló mi nuera y sabrá Dios a qué le piqué y se apagó”, solicita la mujer.

Afuera, los muros de la hacienda en forma de “ele”, expuestos durante más de 100 años al sol y la lluvia, tienen una textura porosa, pero siguen de pie, regalando un sereno paisaje luego de atravesar 15 kilómetros polvorientos.

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