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Por Zócalo
Publicado el martes, 15 de julio del 2008 a las 04:13
Saltillo.- “Mi nombre es Juan Carlos Caballero Vega, vivo en la colonia Díaz Ordaz, de Guadalupe, Nuevo León. Gracias a Dios acabo de cumplir 108 años y me siento como nuevo, como chavo…”.
Esta es la carta de presentación de un revolucionario que a los 14 años de edad se enlistó en la bola, fue protagonista de la invasión a Columbus, Nuevo México —la única incursión armada de México a Estados Unidos— y se ganó la confianza de Pancho Villa, quien lo nombró su chofer particular.
Ahora, a unos años del centenario de la Revolución Mexicana, el hombre está refugiado en un asilo, abandonado por sus cuatro hijos, sobreviviendo con una pensión que apenas rebasa los mil pesos mensuales y a punto de quedar ciego.
Recuerda que la pobreza y el hastío de las injusticias en el México de los primeros años del siglo 20 lo llevaron a incorporarse a la Revolución como uno más de Los Dorados.
“Había mucha pobreza, nos tenían a pan y agua y a mí no me gustaba la injusticia, ni me gusta hasta la fecha. Luché para que todos alcanzáramos una vida digna… ahora sigo en contra de la injusticia, he estado todo el tiempo en contra de la injusticia, ese es mi pensamiento y no se me quitará hasta que me muera”, evoca con la mirada perdida, como si en un momento su mente lo hubiera transportado a aquellas épocas.
Pero de regreso a la actualidad, se da cuenta de que las cosas no han cambiado mucho desde entonces y de ello culpa al régimen de gobierno que encabeza el Partido Acción Nacional.
“Yo anduve en la Revolución, anduve de puro corazón, porque no me gustaban las injusticias y todavía volvería a agarrar las armas para que el país cambie de rumbo… el PAN nos ha tenido en la pura miseria, estamos más para atrás que pa’delante y yo creo que todos estamos en contra de este gobierno porque no hacen nomás que para ellos”.
—¿Quiere decir que de nada sirvió aquella lucha?, se le pregunta.
“Seguro que la Revolución sirvió de mucho, porque ahora tenemos derechos y antes no. Antes, desde antes que amaneciera, ya andaba uno en el trabajo y en la noche hasta que uno ya no veía y nunca agarrábamos un centavo en nuestras manos, aunque ahora el problema es que sigue habiendo pobreza porque solamente hay ventajas nomás para unos cuantos, ¿y los demás qué?, nomás para ellos, nos han tenido en la miseria, a mi nadie me lo ha contado, lo he vivido en carne propia”.
LAS MUJERES DE VILLA
Con 108 años encima la vitalidad de Don Juan Carlos resulta envidiable. Es un hombre lúcido, con memoria infranqueable, dispuesto a la broma en todo momento.
“Yo me siento como nuevo, me siento como chavo, todavía puedo hacer hasta 100 sentadillas, lagartijas menos, pero todavía hago abdominales. Desde joven me dediqué al ejercicio, aunque primeramente a echarle muchas ganas a la escuela. Hasta sexto año nada más duré, pero le eché muchas ganas a la escuela, hasta que me enrolé en las filas de la Revolución con mi general Francisco Villa”.
Conoció al general en Parral, Chihuahua, sobrevivió a diferentes enfrentamientos de los cuales todavía recuerda con las cicatrices que le dejaron dos tiros de bala en el cuerpo. Pero considera que cuando realmente se ganó la confianza absoluta del caudillo fue en la batalla de Columbus.
“Esa batalla estuvo dura, cayeron muchos de los nuestros pero también les tumbamos bastantes. Somos los únicos que hemos ido a invadir Estados Unidos”, cuenta orgulloso.
“A mi general lo conocí en Parral, fui chofer de él, lo llevaba con muchas mujeres, tenía 18 mujeres, yo lo llevaba con todas, yo también alcanzaba una que otra, estaba yo joven, y mientras él se entretenía con una yo me entretenía con otra”, dice sin poder contener sonora carcajada.
A su juicio Pancho Villa “era un hombre muy bueno, él robaba pa’ los pobres, y es que había tanta hambre, tanta miseria”.
Recuerda que cuando asesinaron a Villa en Parral, a él también lo daban por muerto, pues era su chofer. Sin embargo atribuye a su madre el haberle salvado la vida.
“Cuando eso pasó yo me quedé en Chihuahua —capital—, porque había soñado a mi madrecita muerta y le dije: ‘Déjeme aquí en Chihuahua mi general, soñé a mi madrecita muerta’. Él no quería, porque yo era de sus confianzas y quería que lo acompañara a la hacienda de Canutillo, porque le iban a regalar esa hacienda, pero le insistí en quedarme en Chihuahua y me dejó. Eso fue lo que me salvó”, y al recapitular le resulta imposible contener las lágrimas.
Después de la Revolución incursionó de nuevo a Estados Unidos, pero lo hizo sin fusil al hombro, viajó hasta el nororiente de aquel país para establecerse en Pensilvania, donde “por muchos años” trabajó para empresas del sector automotriz.
Luego retornó a México y se estableció en Nuevo León y tras ser abandonado por su familia se refugió en un asilo para ancianos, donde se ha resistido a cae
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