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Aldegundo Garza de León: Toda una vida de entrega

Por Edith Mendoza

Publicado el jueves, 13 de noviembre del 2008 a las 17:53


Comprometido con la naturaleza, las especies que la conforman y con la sociedad, Aldegundo Garza de León

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Saltillo, Coah.- Comprometido con la naturaleza, las especies que la conforman y con la sociedad, Aldegundo Garza de León, pieza elemental para la creación y crecimiento del Museo de Las Aves de México, habla sobre su experiencia que lo llevó al apasionante mundo de las aves.

Todo comenzó cuando apenas era un niño. Y es que su familia decidió radicar en Saltillo luego de una fuerte inundación en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, donde vivían.

Hijo del regio Aldegundo Garza Villarreal y de la saltillense Rebeca de León de Garza, fue el mayor de cinco hermanos, cuatro mujeres menores que él, lo que le implicó una cierta carga de responsabilidades, porque la situación de su familia no era holgada. Su padre se dedicaba al negocio de la venta de ropa, el cual empezaba apenas.

“Mis padres intentaron que fuera al kínder. Imposible, yo no fui candidato al kínder porque me porté muy mal con las religiosas del que en aquellos años se llamaba el Colegio Saltillense, antes de que se llamara La Paz. No me aguantaron las monjitas, ni yo tampoco, y fui a mi casa a esperar cumplir los seis años, para ir a la primaria al Colegio Zaragoza, hasta terminar la secundaria”.

Este grado le tomó un año más, ya que tuvo la necesidad de salir para ayudar a su padre con el trabajo de la tienda, ya que para él el trabajo era duro y la carga pesada y en su familia no tenían la inclinación por las becas.

Su padre le decía constantemente: “No tengo manera de pagarte una carrera, pero sí tengo manera de enseñarte a trabajar. La beca mejor que la ocupe alguien que no tenga quien le enseñe”. “Así que fui comerciante casi por herencia”, comenta.

En realidad esa época, “recuerdo a mis compañeros los que ahora somos ya miembros pasaditos de la tercera edad, teníamos la forma de vida en la que el hijo mayor tenía que seguir la profesión del padre. Me inicié en el negocio de la ropa con él y así seguí”.

Ya desde muy niño, antes de empezar a estudiar, tuvo sus primeros contactos con las aves, lo que definiría una de las áreas más importantes de su vida.

“Me sentía atraído por las aves. A mi padre le gustaba hacer días de campo a veces, y en una ocasión cuando tenía cinco años, cuando me llevaba caminando de la mano, vimos un pajarito rojo que me sorprendió mucho”, recuerda.

“Estaba posado en un arbusto, y luego se quedaba suspendido en el aire, atrapaba algo y luego se volvía a posar en la misma ramita. Yo me quedé lelo. Cuando papá me preguntó si lo vi, le dije sí, sin siquiera voltear a verlo, y comentó que parecía una bracita volando”, abundó.

Entonces con mucho entusiasmo le pidió que lo capturaran para llevarlo con su madre y hermanas, pero, como era de suponerse, no lo lograron.

Entonces él iba a cumplir cinco años y pidió que le compraran un “riflito”, y aunque su padre estaba un poco de acuerdo, lo platicó con sus tías, quienes le hicieron ver lo peligroso que resultaría.

“Me puse muy triste y me quedé enojado con ellas y con papá porque no me regaló el riflito para mi cumpleaños, faltaba poco para Navidad, y seguí machacando, y finalmente me regaló uno de postas”, subrayó.

Con el paso de los días, empezó a salir al campo y trataba de cazar chileros, urracas y otras aves que observaba.

Unos meses más tarde, en otoño-invierno cuando acostumbraban ir a Monterrey a un lugar que ahora se conoce como la Presa de la Boca, las moliendas, donde estaba un burro que tomaba cerveza o Coca Cola que le daban y sólo la tomaba con los dientes y la tomaba, y un oso amarrado, por lo que le resultaba muy atractivo a su corta edad.

En el camino, a un lado de la carretera estaba un caballo atropellado, y estaba un grupo de auras, zopilotes, y entre ellas una aguililla de cola roja, que entonces no sabía qué era.

“Le dije a papá: ‘Párate, párate’ y muy bondadosamente se orilló, y le dije: ‘Tírale tú, porque no vaya a ser que yo le falle’. Estaba nervioso. El con buena intención tomó el riflito que no llegaba a ningún lado, y se fue volando la aguililla. Yo me quería morir, me enojé con papá, mi mamá me explicaba que no era su culpa, creo que iba llorando”.

Hay mucha gente detrás de todo esto,
no es una cosa de Aldegundo Garza,
sino de mucha gente que ha tenido la
disponibilidad de ayudarme y enseñarme
a lo largo de la vida”.

Frustrado por aquella situación, le dijo a su padre que ya no deseaba ese rifle, pues consideraba que no servía.

“No podía cazar los animales que yo quería y papá no me hacía mucho caso”, recordó.

Se acercó a otros amigos, quienes le indicaron que necesitaría por lo menos un rifle .22, o una escopeta, y lo pidió a su padre.

“No sé si es parte de mi naturaleza o también se lo aprendí a papá, pero soy necio. Él decía: ‘Para tener éxito en la vida, en lo que quieran, en lo que hagan se necesitan sólo tres palabras, si siguen esas tres palabras van a tener éxito en lo que hagan: constancia, constancia, constancia’. Al final lo convencí y me compró un rifle .22, por supuesto no me lo dio. Sí era realmente peligroso para la edad”, comentó.

Le reiteró que sólo podría salir con el rifle cuando fuera acompañado por su padre, hasta que creciera, le explicó el funcionamiento.

Tiempo después fueron a un sitio donde había un estanque que se llama Ojo Caliente de día de campo, en donde a la punta de un álamo, su padre observó un ave que desconocía, y apenas se lo comentó le dijo: “Saca el rifle”.

Luego de revisar diferentes aspectos relacionados con la seguridad, su padre le hizo algunas observaciones y disparó.

Era un cernícalo, un halcón pequeño, no quería que nadie lo tocara. Esa fue la primera ave de su colección, misma que obtuvo cuando apenas era un niño.

Aunque desconocía los cuidados que se debían tener, pero su madre envolvió al ave en algunas telas y la colocó en un lugar fresco hasta el día siguiente, cuando lo llevó a un taxidermista.

“Cuando llegué, me quedé sorprendido porque estaba disecando una garza blanca muy grande. Me dijo que no disecaba aves tan pequeñas porque dan mucho trabajo. ‘No me vaya a decir que no’, le dije y como que me vio muy preocupado y finalmente me dijo que lo dejara, y que fuera a casa por la mitad del dinero que costaba aquello. No, le dije, aquí lo espero”, dijo.

Le explicó que podría tardarse por varios días, pero con la inocencia de su edad, le indicaba que se lo quería llevar a su casa, y accedió por unos 25 pesos.

Le pidió que fuera más económico, ya que finalmente le llevaría más trabajos como aquel. “Pero yo no quiero que me traigas más trabajitos”, le dijo el hombre, al explicarle que obtiene más ganancias cuando se trata de animales más grandes. Finalmente le cobró 20 pesos, con la condición de que se fuera a comer aunque regresara más tarde.

Su padre le explicó que las condiciones no eran del todo favorables económicamente, por lo que no podrían disecar todo a lo que le pegara.

“Cuando él regresó de la comida yo ya lo estaba esperando. Me preguntó: ‘¿De veras te vas a esperar?’, y le dije: ‘Sí’. Ese día fue la primera vez que me hacían esa pregunta, ‘¿Cómo lo quieres, con las alas abiertas o cerradas?’”.

Ni siquiera lo pensó cuando ya estaba diciendo que quería las alas abiertas de aquel ejemplar. “Quería que se viera lo más grandote que se pudiera”, dijo.


“Yo nunca pensé en formar esta colección
de aves con un afán de ahorro o de lucro.
Estaría verdaderamente apenado de sentir
que yo cazaba o que colectaba aves por
dinero”.

Su padre le dijo que debía cazar animales de los que se pudiera obtener algún provecho, y al principio capturó uno o dos patos, pero sus hermanas se rehusaban a comerlo, y luego traía codornices y aves de ese tipo que su madre cocinaba para él.

“Yo quería encontrar aves más grandes, como la garza que había visto, o águilas”

Cuando llega a los 17 años, en 1957, comienza a surgirle la necesidad de trabajar para sí mismo, y comenzó a montar su propia tienda, aunque durante ese tiempo, andando de cacería con uno de sus primos en Ojo Caliente, accidentalmente recibió un balazo en el abdomen que lo llevó al borde de la muerte.

“Yo venía bañado en sangre y le pedía a Dios que tan sólo me pudieran volver a ver mis papás. Tenía mucha preocupación que a raíz de eso papá y mamá me quitaran la idea del campo y de las cacerías”, dijo.

Con el tiempo, se casó y tuvo hijos, y continuó desarrollándose en el ámbito del comercio, y en algunos aspectos llegó a pensar que se habría perdido de algunas cosas porque esto se dio cuando aún era muy joven, pero de igual forma cada domingo lo dedicaba a la cacería.

Durante una época se dedicó a buscar animales más grandes como las grullas, gansos, y se adentró de tal forma que comenzó con permisos gubernamentales, tanto de cacería como de portación de armas (desde los 14 años), aun cuando buscaba animales de mayor tamaño, seguía con la inclinación de las aves.

Un día, viendo una revista de cacería, se encontró con un anuncio que ofrecía cacería de jaguares en México, que eran ofrecidas por un estadounidense. Aquello era muy costoso y no tenía el dinero, por lo que decidió comunicarse con esas personas. Estando en ese medio supo de un cazador mexicano de nombre Herberto Parra, quien vivía en Tepic.

Durante sus viajes a México, cuando iba a comprar la ropa para su negocio, cuando se encontró a don Luis Saade, le dijo de un tren que salía de aquella ciudad a Guadalajara, por lo que optó por visitar al cazador.

Le preguntó si podría pagarle una cacería con ropa, lo que finalmente le cayó en gracia a Heriberto Parra, con quien fue tramando una muy buena amistad.

“Nunca se me ocurrió que fuera a cambiar un jaguar por unos calzoncillos pero bueno”, le dijo. “Me apasioné por la cacería y por lo duro de la región donde se iba a cazar. Cuando yo regresaba venía de a tiro dado al catre”, reiteró.

Luego de cuatro intentos, con la ayuda de los perros del cazador, lograron acorralar al jaguar.

“Le tiré, pero no pasó nada, pero en eso, empezó a caer un chorro de sangre, como que se relajó y se vino dando vueltas”, dijo.

Durante esos viajes, no dejaba por un lado lo que más le apasionaba que eran las aves, y también se dedicaba a buscar especímenes que en esta región no existían.

“Hubo un lapso en que Pedro Fuentes era el curador del museo del Ateneo Fuente y un día me llamó para decirme que un hombre americano me quería conocer, porque vino a ver el museo y me dijo que si conozco a alguien que tenga interés en las aves”, comentó.

Para entonces su colección alcanzaba los 90 ejemplares, de las cuales Allan Philips le comenzó a hacer algunas preguntas sobre los lugares y las condiciones del momento en que fueron cazadas.

“¿Cuánto cree que vale su colección?”, le preguntó. Y aunque nunca había pensado en venderla ni nada por el estilo, por curiosidad le pidió que le dijera ese valor desde su perspectiva.

El museo seguirá siendo un aula de enseñanza
no formal, muy barata y cada vez más apreciada
y más querida por la sociedad. Cada vez tenemos
un compromiso mayor, y cada vez va a ser más
difícil formar un patrimonio natural como el que
el museo tiene”.

“Su colección no vale nada, pero no se ofenda, ¿le gustaría que valiera mucho?, y le contesté que eso estaría bien, y dijo: ‘Datos, Aldegundo, el ejemplar sólo no sirve de nada’”.

Se refería precisamente a una etiqueta que contara con la información real en la que fueron colectadas.

Recibió una carta de la Universidad de Yale, donde un especialista le solicitaba su ayuda para un estudio del ADN en las aves, para lo cual debía tomar muestras de la clara de los huevos de diversos nidos, para lo que no le ofrecían pago alguno, pero le proporcionarían todo aquello que necesitara para hacerlo. Ello le dio mucho trabajo, pero fue una experiencia muy reconfortante para él.

Todas las aves que iba colectando, que para entonces llegarían a unas 250, las tenía en un pequeño salón en su propia casa, que iba cobrando popularidad con grupos estudiantiles o hasta con turistas, por lo que tomó la decisión de hacer otro salón, en la calle Murguía, pero esta vez cerca de su casa, donde fueron las primeras exposiciones al público, las cuales se daban de forma gratuita y hasta comenzaron a publicarlo como parte del plano turístico de la ciudad, hecho del cual nadie le había pedido permiso o siquiera avisarle.

Para entonces no había dejado el entusiasmo de la cacería mayor, y recibió una llamada de Heriberto Parra de Nayarit, quien le dijo que un extranjero se arrepintió de una cacería por las condiciones de aquel lugar y le pidió que la tomara.

“Él de broma, como la gente que trabajaba con él se le dificultaba llamarme Aldegundo, me llamaban Ildegundo, y por chotearme más, me comenzó a llamar así, y me dijo: ‘Don Ildegundo ¿tiene usted todavía la locura de los tigres? Acabamos de encontrar uno de los jaguares más grandes que he visto, y ese no quiero compartirlo con nadie más”, señaló.

Con todo y sus compromisos en la ciudad, decidió irse, y cuando llegó ya encontró la camioneta cargada y lista para la cacería.

“A ese tigre le llamaba ‘El Toro’. Hacía un calorón bárbaro, me empezó a doler muy duro la cabeza, no había comido nada. Iba recargado en la lancha y empezó a oscurecer y el agua se ponía verde. Saltó un pez cerca de la lancha y cuando cae, se puso muy verde brilloso. Don Beto me dijo: ‘Ándele, don Ildegundo, le va tocar a usted la fosforescencia del agua, tenía añales de que no la veía’”, dijo.

Era la fosforescencia de una especie conocida como plancton, que son microscópicos y con el movimiento de vez en cuando se encienden. Esa fue la bienvenida a aquel lugar; al primer día que llegó cazaría un jaguar. Pero resultó que no era “El Toro”, ya que fue una hembra, la cual mató dos de los 10 perros de don Beto.

Al día siguiente, cuando decidió que volvería a Saltillo, el cazador lo convenció de quedarse un par de días más, pues deseaba encontrar a “El Toro”. Finalmente accedió y lo logró.

Era verdaderamente grande, tanto así que ese ejemplar obtuvo el primer lugar en una competencia internacional del Bull and Crochet Club, donde Aldegundo Garza perdió la ilusión de este tipo de cacería por la inclinación económica que tenía la actividad, o por lo menos la mayor parte de quienes la practicaban.

Y es que una persona en la sede de la premiación le preguntó si se vendía el jaguar y ofreció 25 mil dólares. Alguien le explicó que esa situación se daba en todas las competencias, ya que muchas personas los ponen como si fueran trofeos de quienes los compran.

“Esto es una competencia de dinero, no de afición ni de vocación, ni de capacidades, el de más dinero, más pinole. El que tenga más dinero va a poder comprar los mejores trofeos o ir a los mejores lugares, va a poder pagar las mejores cacerías y los mejores rifles, (…) y yo no puedo competir contra eso. No me interesa. ¿A qué me va a saber?”, reiteró.

Volvió a las aves, y hasta la fecha. Para finales de los años 70 comenzó a realizar expediciones enfocadas exclusivamente a las aves.

Aunque para el 85, cuando se incorporó a las cámaras de comercio, el trabajo lo mantuvo durante un tiempo alejado de ello. Más tarde, en lo que se suponía sería mero papeleo, fue propuesto en una terna para contender para primer regidor por parte de las cámaras.

No contaba con que sería apoyado por el gobernador en turno, José de las Fuentes Rodríguez. “Ya no me quedó de otra y entré a la política, (…) Sólo un año y medio fue lo más que aguantó mi salud, porque no tenía yo vocación, experiencia ni conocimientos para eso”, mencionó.

En el periodo de Eliseo Mendoza Berrueto se dio más en serio la colección y, circunstancialmente, vinieron unos empresarios de Nuevo León para hablar conmigo a proponerme crear un museo, a cambio de que la colección quedara de tiempo indefinido expuesta en Monterrey.

“Les dije que me parecía que era mejor que se quedara en Saltillo, (…) y quedó en veremos. Por azares del destino, se comenta en un medio de comunicación de Monterrey, y alguien de Saltillo se entera y se empieza a hacer un borlote”, recordó.

Fue entonces que representantes del Gobierno del Estado se comunicaron con él para explicarle que estaban muy interesados en crear un museo en Saltillo y en que esa colección no se fuera por ninguna causa.

Comenzaron a ver diferentes lugares donde se podría ubicar el museo, pero el edificio que ocupa hasta estos días, ubicado en la zona centro de la ciudad, representaba un valor emotivo particular para Aldegundo Garza, ya que de niño ahí jugaba en ocasiones, que además contaba con paredes gruesas, óptimas para la conservación de los ejemplares.

Es así como el 15 de noviembre de 1993 fue inaugurado el Museo de las Aves, con una colección de unas mil 548 aves, que a la fecha cuenta con unas 2 mil aves.

“El museo ha sido ya un icono de Saltillo, la gente lo siente como propio. No es mi museo, ni lo va a ser nunca, porque, incluso, tengo destinado un sucesor de mi familia, pero sólo para la administración. Si por alguna circunstancia lamentable el museo no siguiera, la colección sería entregada a alguna institución similar”, dijo.

Recalcó que en su testamento se describe que aunque las aves sean parte de un fideicomiso, nunca pasarán a ser parte de ninguno de los miembros de su familia, o algún particular, en ningún caso.

Comentó que en ocasiones la colecta no es comprendida por la gente. “La colecta de un ave no le afecta a nadie porque sirve exclusivamente para que se conozca y que la gente las valore y que a su vez, el resto de su especie se preserve, para que nos afanemos en que no se vayan a extinguir.

“No es falta de cariño lo que me mueve a formar una colección, sino es un exceso de cariño. (…) En una hora y media, una persona puede conocer una gran parte de las aves que tiene México, y si las quieres ver en su entorno, a lo mejor toda tu vida no te alcanza, y si no las conoces, cómo vas a buscar la forma para que alguien las cuide o para que se creen reservas”.

Reiteró que lo que contribuye a la extinción de las especies es la destrucción del hábitat por el hombre, “es una lucha del dinero, contra los recursos naturales, en aras de la subsistencia de los seres humanos y de su alimentación, por lo que se cometen grandes crímenes ecológicos”.

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