Coahuila
Por Agencias
Publicado el lunes, 29 de junio del 2009 a las 14:00
Vive Torreón entre balas; miedo cosa del diario
» Desde ‘La Durangueña’ se ve el Cerro de la Cruz, el monte que está enfrente, al que se puede llegar caminando. Saltillo, Coah. (Proceso).- En las últimas fechas Torreón se ha convertido en una ciudad extremadamente violenta debido a la guerra entre cárteles del narco que buscan el control de la plaza.
El riesgo que a diario viven vecinos de colonias como la Durangueña en la zona poniente de la ciudad, donde las balaceras los obligan incluso a pasar horas escondidos en los rincones de la casa.
Por una angosta callecita se llega a una vivienda de dos habitaciones que, de tan estrechas, parece que los muebles fueron metidos a fuerza. Sentado en el colchón que sirve de sala y recámara, un hombre, a quien le mataron un hijo, se anima a hablar.
Reconoce que en su colonia, la Durangueña, siempre se ha vendido droga y han ocurrido pleitos entre pandilleros. Los laguneros venían aquí a comprar estupefacientes, pero también se ofrecía a domicilio; los taxistas eran los distribuidores. Era territorio de un cártel hasta hace dos años, cuando llegó un grupo de sicarios. En las noches, éstos tocaban a la puerta y unas manos jalaban al adulto que abría. Así desaparecieron varios; algunos aparecieron muertos y de otros no se supo más.
“Nomás llegaron estos ingratos y se posicionaron, y hubo muertos por todos lados. Si te veían fuera de su casa te levantaban. O llegaban, tocaban tu puerta y les abrías, y te sacaban. Si sabían que estabas con ‘ellos’ llegaban ‘los otros’, y si querías te reclutaban, si no, te mataban. A varios los golpearon frente a su familia y se los llevaron a trabajar en la droga. Nadie dijo nada porque la Policía era de ellos mismos. ¿Y quién va a hablar? Nadie”, dice desde el colchón, con la puerta entreabierta porque hace calor.
Él no lo dice, pero en La Laguna se llama “polinarcos” a los integrantes de la corporación oficial que trabajan para los sicarios. Entre sus hazañas está la vez que un agente de tránsito detuvo a un automovilista para infraccionarlo, lo entregó a la Policía y ésta lo entregó a unos secuestradores… O cuando destrozaron los GPS de las patrullas para ocultar las evidencias de sus robos y secuestros.
Desde la Durangueña se ve el Cerro de la Cruz, el monte que está enfrente, al que se puede llegar caminando. Pero los habitantes de este cerro no pueden cruzar hacia allá porque es territorio del cártel rival. El chisme del día es que los del cerro “se llevaron al Betillo”, un chavo de 12 años, y quizás allá lo tengan trabajando.
EL DOMINIO DEL ‘CHAPO’
Los del Cerro de la Cruz viven bajo el dominio del “Chapo”. A unos les interesa vender su mercancía y a los otros agarrar gente para que venda su mercancía, y en ese ping pong de cerro a cerro los civiles quedan en medio.
“Antes todos éramos lo mismo. Mi esposa es de ese cerro y su familia vive ahí; yo nací aquí, pero como según donde vives perteneces a un lado, si me ven allá me matan”, explica en voz baja el entrevistado, mientras su mujer asiente.
Dice que, además de los cerros, los cárteles se disputan a las personas. Primero se peleaban por los adultos, ahora por los niños. Los de un cerro se roban a gente del otro y la ponen a trabajar para ellos.
“Los niños de 13 son la carne de cocido, el centro de atracción de las drogas y los que hacen (son el motivo de) las balaceras. Los que andan ahí pienso que son niños que se roban de otras partes, por otras ciudades, y a los chavillos de aquí también se los llevan a otras partes porque andan muchos desaparecidos, ya no los encuentran o andan en otras ciudades vendiendo para ellos o aparecen muertos, decapitados”.
Esa versión tiene eco. Un ama de casa de “La Polvorera” dice que los protagonistas de los balazos son adolescentes de 17 años que se atacan con pares de su edad. “Se suben a los cerros para avisar que ya van a entrar los contrarios y entre ellos se avisan con radio. Siempre hay alguien que vigile los cerros”.
El señor entrevistado está esperando las elecciones para votar contra el partido del presidente municipal actual, a quien le atribuye todos los males. Al final de la entrevista aprovecha para consultar: “¿Qué puedo hacer? Tengo un problema de desempleo”.
Éste es otro alimento de la violencia. Todos los que no encuentran trabajo son reclutados por el narco. Para los cárteles trabajan limpiaparabrisas, payasitos, cuidacoches que reciben sueldo por avisar cuándo se acerca la policía. En nómina están igualmente los “águilas”, puchadores, soplones y sicarios. El sueldo base son mil 500 a la semana, pero aumenta según el grado de responsabilidad.
TOQUE DE QUEDA
En el poniente no hay robos. El problema son los asesinatos y, si la gente se animara a denunciar, los secuestros. En las misas es común que se pida a Dios por la localización de los desaparecidos.
El resto de la ciudad es una explosión de esos mismos delitos, pero también de extorsiones, asaltos y claro, robos. De vez en cuando la violencia asesina del poniente se chorrea, los maleantes cruzan de Gómez “balazos” a Torreón o viceversa. En Año Nuevo balas y granadazos sorprendieron a los habitantes del fraccionamiento residencial Campestre La Rosita, y otras veces se han suspendido ahí mismo las exclusivas partidas de golf.
Es entonces cuando se ponen en alerta todas las estaciones policiacas y se cierra el acceso Gómez Palacio-Torreón. Cuatro veces la maestra Rosario Varela, de la Universidad Autónoma de Coahuila, ha dejado salir a sus alumnos porque se activa ese “código rojo”.
“Aunque uno quiera guardar la calma, cuando están en clases les llueven mensajes de sus casas, de sus amigos, que les dicen que hay balacera, los presionan a regresar a casa y ellos empiezan a pedir salir porque viven lejos. Y a veces te dicen: ‘si algo nos pasa usted va a ser la responsable’, y sí te pesa”, dice ella.
La socióloga detecta cambios de comportamiento: las familias establecieron horas de entrada y salida, las salidas de los jóvenes son restringidas, se mantienen comunicados por celular, los niños no juegan en la calle, las mujeres no salen solas o se guardan antes de que oscurezca. En las balaceras, infantes y adolescentes se intercambian rumores por Internet o por celular.
En lo que el Gobierno reacciona, los ciudadanos se impusieron un toque de queda: los comerciantes cierran sus negocios más temprano y las escuelas vespertinas acaban clases más pronto. En ese estado de alerta permanente circulan correos que aconsejan no salir el fin de semana porque será el día “del gran enfrentamiento”, “se va a definir quién se queda con la plaza” o “llegaron los refuerzos del ‘Chapo’”.
Como hay desconfianza en los gobernantes y en los medios de comunicación, se da por cierto que en el poniente tiraron un helicóptero a bazucazos. Y aunque cotidianamente se ven por aquí caravanas de la fuerza pública, María Isabel López, del Centro de Derechos Humanos Juan Gerardo, señala: “Estamos viviendo en total indefensión, nada ganamos con que ande el Ejército o la Patrulla Federal o la Policía en las calles porque la inseguridad está creciendo”.
LOS DESAPARECIDOS
Por toda la región, en las oficinas de la Policía, en las de Derechos Humanos, en la Procuraduría y en postes es frecuente ver letreros con fotos de personas desaparecidas.
Una mujer de Lerdo busca desde el 9 de julio de 2008 a su esposo: él iba en moto con un primo a vender quesos, en el camino los atrapó el fuego cruzado entre bandas rivales, los hirieron y aunque no pertenecían a ningún bando, un grupo se los llevó.
“Pensamos que si él, quiera Dios que está vivo, quizás lo traigan trabajando obligado en un lugar, quizás lo tienen elaborando droga, y no marca por seguridad de nosotros”, dice llorosa. Su denuncia por la desaparición no prosperó y en la televisión local le dijeron que no iban a mencionar detalles del caso.
La prensa misma quedó atrapada entre bandas. La que se resistía a la autocensura aceptó aplicarla desde que un comando armado sacó al reportero Eliseo Barrón de su casa, lo torturó y lo asesinó. Las últimas narcomantas se dirigen a los comunicadores.
En la reja de la Secundaria Lázaro Cárdenas, de Torreón, la subdirectora acaba de mandar a tres niñas a sus casas antes de que se reanude la balacera que se desata por capítulos en sus colonias.
Como vive en el oriente, la profesora pensaba que eran excusas para irse temprano. “Me contaban: ‘nos la pasamos debajo de la cama, no nos movemos y así pasan dos horas. Pensaba que me estaban cuenteando, pero hasta que lo ves en el periódico ves que sí era cierto”, admite.
No muy lejos, en un centro que imparte actividades recreativas a adolescentes, una terapeuta pidió que los asistentes comentaran la violencia. Recibió los siguientes comentarios:
“En el barrio en el que vivo se agarran a balazos los del Cinco con los de la Veintisiete, nomás que en mi barrio trabajan para un cártel; a todos les pagan 3 mil cada quincena”.
“Por mi casa hay narcos, puchadores; cuando se portan mal los tablean, los agarran a tablazos frente a toda la gente si no dan todo el dinero”.
“Cuando Calderón no era todavía Presidente no había esto que está pasando, ahora se ha empeorado esto, ya no hay seguridad con esto que está combatiendo a los narcos pues (ahí) están las consecuencias”.
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