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Un paseo por el Saltillo olvidado

Por Ruta Libre

Publicado el miércoles, 22 de marzo del 2017 a las 15:28


El poniente es un terreno desdeñado donde no por mucho subir se llega al cielo ni por bajar se esquiva al diablo

Por: Luis Durón

Saltillo, Coah.- Para contemplar el infierno hay que subir 31 escalones, llegar a una explanada y bajar la mirada hacia el montón de casas desperdigadas en las faldas del cerro de Las Galeras.

Bloques de cemento, ladrillos, madera y láminas, el material con que están construidas; pintadas de vistosos colores que van desde tonalidades azules oscuro hasta el rosa pastel.

Se les puede ver de lejos, desde la parte alta de la Unidad Deportiva Venustiano Carranza, allá en la calzada Antonio Narro, donde sólo hay que desviar la vista hacia el poniente y observar un Saltillo casi bizarro, diferente, único, olvidado.

Es la zona de la capital de Coahuila que se ilumina primero al nacer los rayos del sol y la primera también que se queda en penumbras cuando el día se oculta tras el cerro.

La colonia El Tanquecito son siete calles conectadas por callejones en pendiente que parecen escalar la loma. Poca es la iluminación en los corredores que se han convertido en rutas de escape para huir de la “chota” cuando hay “bronca”.

La calle principal muere en el Mirador, la parte más alta del caserío. Desde ahí se observa el resto de Saltillo, ese al que la plusvalía y la modernidad sí alcanzó. La ciudad que crece hacia todas partes, menos al surponiente, olvidando que allí, tras las ladrilleras, del otro lado de las vías del tren, también es Saltillo.

Tanto el Gobierno Municipal como el Estatal destinan millones de pesos en vialidades, alumbrado, pavimentación, embellecimiento, parques, diversiones, servicios y regeneración de espacios públicos a ese Saltillo de plazas comerciales en Pedro Figueroa, Venustiano Carranza, Colosio, Musa de León, Nazario Ortiz, Fundadores, periférico Echeverría, Abasolo, Urdiñola, Valdés Sánchez o Antonio Cárdenas.

Hacia otros lados voltearon para instalar biblioparques, clínicas, hospitales de especialidades, un centro metropolitano, bancos, bulevares, empresas, universidades, rutas de transporte, corredores comerciales y una red de luminarias de última generación.

Nada de lo anterior llegó al Tanquecito, en donde hay farolas fundidas, baches en las calles, tiendas alejadas; calles sin patrullas, escuelas del otro lado del arroyo. Por aquel rumbo hay dos centros comerciales en la colonia La Minita, a casi media hora en automóvil o taxi, si es que quiere llegar un taxi hasta allá.

El Plan de Desarrollo Urbano 2014-2017 contempla proyectos de pavimentación, construcción de nuevas vialidades, escuelas y alumbrado público para el oriente y el norte de la ciudad. Incluso al sur, frente a la colonia Las Teresitas, ya se construye una nueva plaza comercial con cine y supermercado, pero para El Tanquecito o la Héroe de Nacozari no hay nada. El poniente de Saltillo permanece oculto a los ojos de las autoridades; no existe en sus mapas, menos en sus planes.

Ahí los ciudadanos invierten no menos de 30 minutos caminando para llegar a las paradas del transporte público. La travesía incluye cruzar las vías del tren o arriesgarse a usar el puente peatonal y ser víctimas de asalto en las gradas, al otro lado de los rieles.

Después hay que caminar entre callejones para llegar al periférico Luis Echeverría, donde debajo de una farola destartalada esperarán la ruta del transporte que los lleve a su trabajo.

Tampoco hay un parque o plaza pública. Los niños se divierten en la calle o terrenos baldíos llenos de maleza y basura que los mismos residentes tiran. Otros son más arriesgados y juegan en las vías del tren, donde varias cruces recuerdan a quienes no tuvieron suerte tratando de cruzar los rieles.

Cada dos horas los habitantes de esas tierras olvidadas escuchan el silbido del ferrocarril. Desde el Mirador se alcanza a ver esa serpiente de metal que recorre las vías dividiendo a Saltillo en dos.

Para llegar a los centros comerciales más cercanos hay que salir de la colonia, cruzar las vías, caminar hasta periférico Echeverría y tomar una ruta de transporte. Allá a lo lejos se ve a una mujer que ya realizó el trayecto de ida.

Ahora vuelve cargada con dos bolsas de mandado. Emprende un camino más pesado de regreso. Cruza las vías, avanza entre terracería y sube la calle entre jadeos, hasta su hogar en las inmediaciones del cerro.

‘Tierra de Hommies’

La “bienbenida al infierno”, así, mal escrito, está plasmada en la base del Mirador de la colonia El Tanquecito. Para llegar allá hubo que subir una calle empinada y silenciosa. El ingreso de los desconocidos desató un concierto de silbidos salidos de quién sabe dónde.

Conforme se llega a las entrañas de la colonia, las bocas que emitieron rechiflas se materializan. Más tarde revelarán que se trata de los Hommies, miembros de la pandilla que gobierna esta entrada a la tierra del olvido.

Parecen niños, pero la edad sólo se les ve en la cara. Sus cuerpos están curtidos, llenos de cicatrices y tatuajes. Tienen 16, 17, hasta 20 años. Están afuera de una casa. Ahí acondicionan un gimnasio.

Retadores se preparan para las batallas nocturnas los fines de semana, donde se disputan el territorio con otras pandillas. Practican boxeo. Algunos están sobre la cuneta compartiendo una caguama.

Uno de ellos se acerca a los desconocidos y hace una advertencia: “Hey, compa, no queremos ni fotos ni video”. Regresar por el camino andado era temerario. Virar hacia otro callejón sonaba más peligroso.

Fue preferible seguir caminando como si nada por la calle Pascual Orozco. Es ahí donde salió al rescate doña Chayo, una mujer de unos 60 años que hace señas a los desorientados. Está sentada en un escalón afuera de su casa, en la esquina del callejón Corregidora. Frente a ella hay una cruz de la que se contará más adelante.

–¿Qué hacen por acá, muchachos? ¡Y a estas horas! No se los recomiendo mucho, si no conocen.

La plática con Chayito desorienta a quienes acechan. Los silbidos cesan. Minutos después ella acompaña a los intrusos mientras regresan por el único camino que da salida de ese infierno al que entraron. Apaciguados, los Hommies regresan a su actividad.

Mientras se abandonan esas calles de anochecer incierto, un hommie grita pidiendo a don Pancho que le fíe dos caguamas. El expendio está junto al improvisado gimnasio. Son las 6 de la tarde y la penumbra se posa sobre la colonia. Es hora de “echar cheve” y refrescar la garganta, como todos los días en El Tanquecito.

Tanquecito

Dos días después el escenario sigue intacto, pero no es tan tarde. Llegar hasta el Mirador es un logro. Las paredes amarillas están rayadas con la firma de los Hommies. Hasta ese sitio pocas veces llegan los rondines de la Policía. En ocasiones apenas si llegan hasta La Minita, territorio de los enemigos.

El Mirador tiene la forma de media luna, asemeja las gradas de una enorme sala de conciertos. Y desde lo que parece ser un escenario se puede contemplar el resto de Saltillo. Ese que todavía tiene luz, mientras las sombras ya amenazan al Tanquecito.

En medio de la placita hay una estructura en forma de faro. Sobre su base, un pozo donde descansan 12 botellas de plástico con residuos de pegamento amarillo. Es el “chemo”, la droga de los pobres.

Desde aquel observatorio se puede ver una parte de la ciudad. Hacia el sur las casas distribuidas de manera uniforme en las faldas de la sierra Zapalinamé. La torre de la Catedral asomándose detrás de la loma de Santa Anita. Más hacia el norte Torrelit y los nuevos edificios que formarán el Parque Centro. También las vías del tren que cruzan el periférico y la calle Felipe Berriozábal.

No hay duda de por qué ese sitio era utilizado por los “halcones” para informar a sus jefes sobre la presencia de la Policía o el Ejército en los tiempos que se desató la violencia en la ciudad. Ahora sólo es nido de drogadictos y de luchas por el territorio.

Esta vez no hubo silbidos de advertencia. Un joven de no más de 16 años se acerca. Lleva jeans y playera estampada con el número 13, símbolo común de los Mara Salvatrucha. No dice nada. Observa a los extraños con cámaras de foto y video, y luego se va.

Minutos más tarde regresa acompañado por otros dos. El más alto, de cuerpo atlético, parece ser el líder de ese grupo. Pregunta los motivos de la presencia de los extraños. Que por qué toman fotos. Que para qué video. Y luego de unos minutos de intercambio de más preguntas y otras respuestas, acceden a la charla, pero sin fotos ni video, advierten.

“El Güero”, el líder alto que lleva primero la palabra, relata que llegó al Tanquecito hace tres años. Se separó de su esposa y rentó una casa justo al lado del Mirador, frente a los escalones de la “bienbenida al infierno”.

–Pero no me tomes foto–insiste–. “La colonia sigue caliente, no queremos problemas por eso”.

Aclaran que ellos no realizaron las pintas sino que fueron los Hommies. Ellos no pertenecen al clan, pero saben que esa pandilla gobierna el sector, por eso les tienen respeto. El grupo está conformado por cuatro jóvenes de no más de 22 años. El más pequeño fue el emisario aquel que enviaron para sondear a los intrusos.

Entre risas y burlas van tomando confianza. Sólo uno permanece callado, se pasa el tiempo observando, parece que no confía en los extraños, mucho menos en los periodistas.

Mientras uno calla, “El Güero” habla sobre los Hommies. Dice que ya no son como antes, y recuerda aquella época en la que a diario convertían las calles en campos de guerra, en donde una mentada de madre era lo menos que recibía quien osaba cruzar cuando la riña estaba activa.

–Ahora son más calmados. Es que todos andan trabajando y cuando salen se meten a su gimnasio, ahí se pasan las tardes.

La plática se interrumpe. Quien habla extiende la mano y entrega 100 pesos al compañero silencioso para que vaya a comprar “pisto”.

El sol ya se ha escondido, un viento frío sopla del norte, empieza a calar. El amigo callado de “El Güero” regresa con una botella de tequila. La abren y comienzan a tomar. Les gusta sin mezcla; tragos para calentar el cuerpo.

El ambiente ya es festivo. El alcohol surte efecto. Ya no les temen tanto a las cámaras de foto y video. Piden usarlas. Se graban unos a otros. El chico de cachucha gris y pantalones rotos sigue sin hablar, solo ríe por las bromas de sus amigos.

–Te voy a grabar, güey, y los voy a subir a YouTube. Di algo. Ya deja el “chemo” y ponte a hacer algo –dice “El Güero” al más chico de los tres.

En minutos se han vuelto cineastas urbanos de su propia realidad. Ríen, juegan, hacen gestos y se alburean a sí mismos, sin poner tanta atención en si tiene lógica lo que dicen.

–Yo te voy a matar a sentones–dice uno.

Aquel grito sale de quien sujeta la cámara y toma fotos a sus compañeros. La frase provoca un breve silencio, después fuertes carcajadas. Y es entonces que el callado, el silencioso, el que fue por el “pisto”, rompe el mutis y se integra al jolgorio con una frase contundente.

–Te empinaste solo compadre.

La botella ya va a la mitad. Entre tragos y maldiciones “El Güero” comenta que se ha quedado sin trabajo, que busca entrar a una fábrica pero mientras sucede eso le ayuda a su tío en la “macabra”, en una obra en construcción.

El chamaco de la autoalbureada apenas va en secundaria. Quiere graduarse para irse a trabajar. No alberga grandes sueños; su futuro es mantener a su madre y hermanos. Al joven callado ya no se le sacó más que esa frase lapidaria, apenas si un par de risas durante la plática.

No lejos de ahí, una jovencita camina escaleras abajo. No pasa inadvertida. Los chavos la ven y le chiflan. Es “El Güero” quien inicia el ritual machista del cortejo en barrio.

–Díganle que venga, que aquí está su papá.

Aquella es una tarde de viernes. Desde el Mirador se observa el brillo titilante de la ciudad, que de pronto convierte aquello en una alfombra de estrellas que se esparce por la modernidad de la capital.

Acá el sol ya se escondió, pero no hay siquiera un tapete luminoso para la penumbra que se avecina, porque en El Tanquecito sólo hay dos luminarias que funcionan. Para cuando llegue la noche, sólo breves destellos iluminarán las calles, con los pequeños focos en la fachada de las casas.

Luego de tres cuartos de botella, un montón de risas y varios albures, es hora de dejar que “El Güero” y sus amigos pasen la noche bebiendo. Uno de ellos ya prometió el cartón de cheves para que la fiesta se haga larga. Ahora que se puede porque mañana quizá ya no.

–Ahorita está tranquilo. Espérense a mañana que no va a trabajar la mayoría de los Hommies, es cuando se arma la bronca. La Policía ni viene o llegan hasta que ya pasó todo–, se despide “El Güero”.

Tras la despedida, el regreso es por la calle Pascual Orozco. Durante el descenso por una calle que se va apagando poco a poco, se pueden ver las luces de los autos surcando periférico Luis Echeverría y los anuncios luminosos de los centros comerciales.

Se escucha el estruendo del ferrocarril, va saliendo del túnel y pronto pasará frente a El Tanquecito rumbo a la estación. Es inevitable caminar frente al gimnasio donde están los Hommies. Uno de ellos está golpeando el costal de boxeo mientras los demás toman caguamas. La oscuridad evita que empiecen de nuevo las rechiflas y silbidos.

Encontrar el automóvil de vuelta, intacto, en un territorio donde, dijo “El Güero”, es común que desmantelen carros, hace de aquella una noche fortuita.

Las batallas

En El Tanquecito no es común morir a balazos; las peleas son a pedradas, machetazos o golpe limpio; son batallas cuerpo a cuerpo. Lo dice doña Chayo, quien lleva 38 años viviendo ahí.

Por eso no pasa desapercibida una cruz de metal oxidado con las siglas L.D.A.O enterrada en la calle, frente a su casa.

La cruz data de abril de 2012, cuando un joven cayó víctima de las balas. El muerto ni siquiera era del barrio, pero ahí se quedó su recuerdo, enterrado en el suelo y en la memoria de los que lo presenciaron.

–Esa noche las balas entraron hasta mi casa, agujeraron la pared. Eran las 4 de la mañana y se oyó la puerta de un carro, luego los disparos–relata doña Chayo.

Del muerto sólo sabe que le decían “El Enano” y que al morir tenía 19 años, según se deduce de las fechas marcadas en la cruz. Aquella ocasión el joven fue a una fiesta en la colonia. Regresaba de ella con la intención de bajar, cruzar las vías, llegar al bulevar y ahí tomar un taxi a la colonia Satélite Sur, donde estaba su casa.

Esa noche doña Chayo ya estaba en la cama. Escuchó cinco plomazos que provenían de la calle y el motor de un vehículo arrancando. Su hijo y su nieto estaban en casa, por eso no se levantó hasta que dejaron de escucharse los disparos.

Su hijo se atrevió a asomarse por la ventana. Fue él quien observó el cuerpo tirado en la calle, desangrándose. Se dieron cuenta que el baleado era “El Enano” cuando la luz de las ambulancias iluminó el rostro ya sin aliento.

Esa noche llegaron los gates y el Ejército, que acordonaron la zona. No dejaron acercarse a los vecinos. Pasaron las horas y antes de que volviera a iluminarse el cielo se llevaron el cuerpo.

–Querían que yo declarara, pero les dije que no había visto nada. Mis hijos ya estaban en casa, por eso no salí hasta que se dejaron de escuchar los balazos y el carro arrancó. Dicen que era una camioneta, pero no estoy segura, no lo vi. Los policías llegaron mucho después de que pasó todo, como siempre–explica la entrevistada.

A decir de doña Chayo, esta es la única ocasión que hubo balazos en la colonia. El problema más recurrente son las riñas entre pandillas. Los Hommies no permiten que nadie ajeno a su banda ingrese a su territorio.

Cada fin de semana llegan llamadas al 911 con reportes de riñas en esta colonia. La mayor parte de las veces piden una ambulancia para los caídos al recibir una pedrada en la cabeza o un filerazo en el estómago.

Apenas el primer domingo de marzo se registró una riña en la que dos personas resultaron heridas con piedras. Era el Día de la Familia y el consumo de alcohol propició las rivalidades entre los colonos, detonando la gresca.

La casa de doña Chayo recibió varias pedradas. Tuvo que cambiar el vidrio de la puerta porque fue apaleado con proyectiles que lanzaron los pandilleros.

Ella tampoco quiere fotos, se rehúsa a que la identifiquen por temor a que los pandilleros tomen represalias. Dice que hay que tener cuidado con lo que se platica porque a los Hommies no les gusta que los señalen.

Héroe de Nacozari

El Tanquecito es la puerta de entrada para otra colonia donde el sol también se oculta temprano: Héroe de Nacozari, que está a un kilómetro de distancia. Cuarenta casuchas de cartón y lámina regadas sobre la loma.

Un arroyo separa los dos sectores. Para llegar a este sitio hay que recorrer la brecha de terracería a un costado de las vías del tren, luego pasar un puente pavimentado sobre el arroyo, se acaba el asfalto y de nuevo la terracería.

No hay energía eléctrica, los vecinos cuelgan cables de un poste ubicado kilómetros adelante sobre las vías, es el único suministro y la corriente es tan baja que no pueden encender un televisor, un horno de microondas o una lavadora.

A pesar de que el Gobierno Municipal instaló el sistema de drenaje, no hay agua, la tienen que transportar en pipas y almacenarla. Tampoco hay suministro de gas, algunos calientan la comida en tambos que acondicionan como estufas de leña.

Cada quien quema su basura porque el camión no llega hasta allá. Los que no tuvieron la suerte de comprar un auto caminan más de una hora para tomar el transporte; hay quien todavía utiliza burros como medio de traslado.

Es una de las colonias de Saltillo donde la pobreza se refleja en las paredes de cartón de las casas, en los tambos llenos de agua turbia, en las caras aterradas de los niños con ropa raída.

Aquí la vida acaba a las 8 de la noche, cuando la oscuridad ya no deja ver el camino y los habitantes se encierran en sus tejabanes.

Abajo, en el arroyo, comienzan las grandes fumarolas oscuras: han encendido los hornos de las ladrilleras, principal fuente de empleo para la mayoría de los hombres en Héroe de Nacozari.

En una de las pocas casas construidas con bloques de cemento, Irasema observa por la ventana sin vidrios: su hijo juega con una pistola de juguete, otro niño lo acompaña; entre ellos se disparan de manera ficticia.

El niño dice que quiere ser policía; su madre responde que prefiere eso a que sea sicario. No termina por convencerla la idea del gusto por las armas de su hijo de 8 años.

Sin salir de su casa y sin permitir la entrada a los interlocutores, cuenta que tiene 20 años viviendo en esta zona. Poco a poco han logrado levantar la casa, aunque teme que un día se la quiten porque se apropió del terreno.

Mira por la ventana para ver si su hija aparece sobre el puente. La chica está en la Secundaria 5, la más cercana; ya pasó una hora desde que acabaron las clases.

–Es que ya van dos veces que la asaltan. Cuando está más oscuro voy y la espero en las vías del tren, pero ahorita todavía alcanzo a ver hasta allá. Todavía hay sol de aquel lado de la colonia.

Irasema cuenta que el lugar es tranquilo. Nadie sale después de las 8 y los que trabajan en fábricas se ponen de acuerdo para regresar juntos.

Por las mañanas las madres de familia también forman grupos para acompañarse en el trayecto a la escuela, la más cercana a más de 2 kilómetros de ahí, cruzando el arroyo por un puente oxidado, en la colonia Valle Verde.

Más arriba, a la mitad de la loma, pasa otro camino con construcciones improvisadas de cartón y madera, tampoco está pavimentado. Cuando el Alcalde inauguró las obras del drenaje prometió un programa de pavimentación y hasta la fecha el camino sigue igual.

A diferencia de El Tanquecito, aquí no gobierna nadie, cada quien lucha por sobrevivir un día más. Los sueldos de los ladrilleros apenas alcanzan para mantenerse. En ese barrio quien gobierna es la pobreza.

–Aquí está tranquilo. Lo feo es cuando llegas al otro lado del arroyo, siempre asaltan en ese lado por las vías, por el puente, por el arroyo. La Policía no llega hasta acá, sólo vemos las sirenas allá, a lo lejos, donde sí hay calles–explica Irasema.

Si alguien se enferma en Héroe de Nacozari tiene que ir hasta la Clínica 1 del IMSS, en caso de contar con seguridad social, si no, hay que trasladarse hasta el Hospital General, invirtiendo más de una hora de trayecto, 50 pesos de combis o 100 de taxi.

–A veces tenemos que pedir el favor a los vecinos que tienen coche o ir al bulevar a pedir un taxi, y claro, te cobran muy caro por llevarte al hospital–relata.

Así viven las más de 40 familias de Héroe de Nacozari, entre carencias e inseguridad, sin servicios públicos, donde no hay cabida para el esparcimiento, los cines, los teatros, los restaurantes, los parques, las canchas.

Mientras que el Plan de Desarrollo Urbano de Saltillo contempla la ampliación de bulevares como el Luis Donaldo Colosio, al norte, o el bulevar Revolución, que conectará colonias como Zaragoza y Mirasierra con los límites con Arteaga, no existe plan alguno para pavimentar siquiera Héroe de Nacozari.

Dentro del mismo proyecto municipal se promovió la instalación de luces led en las farolas del bulevar Venustiano Carranza, mientras que en El Tanquecito sólo dos luminarias funcionan.

Incluso los habitantes de la zona sur de la ciudad contarán con una plaza comercial en el bulevar Antonio Cárdenas, donde habrá cine, restaurantes y tiendas de ropa, mientras que en la tierra del olvido los habitantes tienen que invertir hasta una hora de su tiempo para llegar al Centro de la ciudad y comprar la despensa.

Las estrategias para el desarrollo urbano de la ciudad están enfocadas en las zonas norte y oriente, donde la ciudad converge con Arteaga y Ramos Arizpe, municipio con los que se forma el área metropolitana.

Incluso se han destinado inversiones federales en la ampliación y repavimentación de la carretera a Zacatecas, al sur, para conectar la zona industrial de Derramadero con el área urbana.

Pero para esta franja del poniente no hay nada, no hay proyectos de pavimentación, no se contempla instalación de luminarias. No hay proyectos de remodelación ni tampoco embellecimiento de los espacios públicos, ni creación de áreas de esparcimiento.

El sol se oculta primero en esta tierra de olvidados; la penumbra esconde las carencias con las que viven cientos de personas, pero también es aprovechada por los delincuentes y los pandilleros para sembrar el miedo.

Y aunque aquel territorio hosco y olvidado es visible desde el parque Venustiano Carranza, es invisible para las autoridades, que no saben lo que es subir una pendiente para ir al infierno o estar cerca del cielo para conocer al diablo.

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