Arte
Por Christian García
Publicado el domingo, 12 de noviembre del 2017 a las 04:05
Saltillo, Coah.- Para escribir primero hay que leer, esto es una verdad universal que los escritores han dicho cada vez que se les pregunta sobre el tema. Por ello, en este Día Nacional del Libro, Zócalo hace un repaso de cinco autores cuyos nombres han sobresalido por su pasión bibliófila y que no tenían empacho en definirse como ratones de biblioteca.
Buscar el conocimiento
La poeta sor Juana Inés de la Cruz, cuyo natalicio se celebra hoy y por quien se decretó en 1979 el Día Nacional del Libro el 12 de noviembre, fue una devoradora de libros.
Desde su más tierna infancia, cuando vivía en la hacienda de San Miguel Nepantla, en el Estado de México, Juana de Asbaje y Ramírez comenzó a leer a los 3 años.
Sus lecturas se conformaron con los textos de clásicos griegos y latinos como Virgilio, Cicerón y Séneca, además de Aristóteles y Platón; fue también una devota lectora de la teología, en donde san Agustín se convertiría en un referente en su obra.
La poeta fue tan apasionada de la lectura, que para saciar su sed de conocimiento ingresó a la universidad vestida de hombre, ya que en el siglo 17 el estudio estaba vetado a las mujeres.
La joven decidió ingresar a la vida religiosa, a la Orden de San Jerónimo, pues de esta manera podía tener acceso al estudio, la escritura y a recibir visitas.
Poseedora de una notable biblioteca, Sor Juana fue sarcástica e irónica al retratar a la sociedad de su tiempo, como lo muestra en su obra. La poeta murió en 1695, a los 46 años, debido a un brote de peste.
Leer como una fiesta
Otro de los grandes autores nacidos en Jalisco es Juan José Arreola. Amigo íntimo de Rulfo y maestro de toda una generación de escritores, el cuentista inició su relación con los libros cuando era apenas un niño en su pueblo natal, Zapotlán el Grande.
El amor de Arreola por las hojas y las palabras proviene de su acercamiento y trabajo en la imprenta de “El Chepo Gutierrez”, amigo de su familia, pero además de su maestro de primaria José Ernesto Aceves, quien a los 12 años le enseñó la poesía de Marcel Schowb, Charles Baudelaire, Walt Whitman y Giovanni Papini. Además de la lectura del cuentista saltillense Julio Torri, quien marcaría su obra.
“Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla”, declararía sobre su pasión, el llamado “Último Juglar”.
Volver a los clásicos
Ítalo Calvino fue uno de los escritores más importantes de la segunda mitad del siglo 20.
Nacido en Cuba de padres italianos, el autor de Las Ciudades Invisibles y El Barón Rampante se formó en un imperante ambiente literario, en el cual las narraciones de origen popular le llamarían la atención desde joven, aunque su amor por la lectura inició gracias a El Libro de la Selva, de Rudyard Kipling.
“Lo mejor de mi vida lo dediqué a los libros de otros, no a los míos”, dijo alguna vez el italiano, quien a los 40 años vivía en Francia y no salía de su biblioteca.
Calvino sintió una especial fascinación por la literatura medieval que refleja en obras como El Caballero Inexistente.
Para el italiano la lectura era tan importante, que uno de sus libros más conocidos es el ensayo Por Qué Leer a los Clásicos, en el cual expone una reflexión sobre el concepto del término “clásico”, además sostiene que una lectura es consecuencia de lecturas previas que, a su vez, serán el futuro de nuevas lecturas.
Para Calvino “Los buenos libros son siempre magnéticos de cuya atracción no se puede huir”.
Los libros y la memoria
El escritor argentino Jorge Luis Borges es el arquetipo del lector apasionado. Nacido en una familia acomodada de la milicia, el autor de El Alpeh creció rodeado de una biblioteca inmensa, en la cual conoció a Robert Louis Stevenson, Gilbert Keith Chesterton, Rudyard Kipling, así como las narraciones fantásticas de Las Mil y Una Noches, que lo marcarían para siempre.
El argentino amó tanto sus lecturas, que muchos de sus escritos son reinterpretaciones de éstas.
“De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo (…) el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”, dijo quien fuera director de la Biblioteca Nacional.
Un lector solitario
Juan Rulfo, de quien se conmemora su centenario este año, fue un hombre de palabras parcas como gotas en el desierto, pero que contenían un océano dentro de ellas. Esto se debió, en gran parte, a las horas que pasó sumergido en los libros.
No son pocas las historias que hablan sobre un Rulfo que llegaba del trabajo a su casa, cenaba con su familia, y se retiraba a la soledad de su cuarto a escuchar música en volumen bajo y a enfrascarse en veladas de lectura.
“Hay quien dice que Rulfo no sabía nada porque no lo compartía, pero es mentira. Juan era una enciclopedia viviente, conocía desde los clásicos hasta libros de antropología, que era una de sus pasiones”, asegura el escritor jalisciense Dante Medina.
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