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El Faro Rojo: Matar al producto del amor

Por Ruta Libre

Publicado el lunes, 9 de octubre del 2017 a las 16:25


No supo qué hacer con el destino que le esperaba: ser madre en pobreza y vivir con el corazón roto

Por: Rosendo Zavala

Saltillo, Coah.- Cuando escuchó llorar a su hijo supo que estaba perdida. Exaltada, cometió la peor de sus bajezas, ahogando al bebé que acababa de parir en una asquerosa letrina, donde redondeó su tragedia personal, esa que habría de refundirla en la cárcel días después.

Desilusionada de la vida, Lucía aguardó el momento de conocer al fruto de su fallido amor para matarlo con el odio que le carcomía el alma, porque así era ella, tan trágica como su soledad y tan perversa como las intenciones que la hicieron cometer uno de los crímenes más atroces de Saltillo en los últimos años.

Sin esperanzas

Con la llegada de octubre, los sueños de aquella madre soltera se marchitaron como la hojarasca de otoño, y hundida en la melancolía del desempleo ideaba la manera de sobrevivir junto a Felipa y Luis, los hermanos con los que llegó del ejido El Retiro para buscar la bonanza que siempre le negó el destino.

Al ver pasar los días en su humilde casita de la colonia Buitres, la joven de 25 años, que por momentos trabajaba como doméstica, sentía el ardiente deseo de ver a Antonio, el mecánico que se había convertido en su único amor y que siempre le mató las esperanzas matrimoniales diciéndole que no se casaría jamás con ella.

Pero la mente de Lucía estaba obnubilada, tanto que el amor que la enloquecía le impedía razonar las palabras de su amado, a tal grado de que procrearon una hija de la que Toño siempre renegó y nunca quiso hacerse cargo, pese a saber de su existencia.

En una acalorada noche, el amante ocasional de la pueblerina llegó en su viejo automóvil, como tantas otras veces, y con desplantes de galán se estacionó cerca de la casa donde la noche se convertía en el aliado perfecto para saciar su lujuria con la siempre abnegada “amiga”, que esa vez, tras el encuentro carnal quedaría embarazada.

Ya con la vida manifiesta al interior de su vientre, la joven aguardó la llegada de su idealizado romeo para darle la noticia, aunque el destino se encargó de destrozarla, porque los meses pasaron y el reencuentro nunca ocurrió.

Fue así como la afanadora se topó con la realidad y comprendió que “su hombre” no volvería jamás, nublando su mente con odio al saber que el producto de su amor le había dejado sólo un hueco que amenazaban, con convertirse en odio.

Sintiéndose abrumada, la mujer se perdió en los rincones de su vivienda sin terminar, mientras Felipa y Luis hacían su vida de manera cotidiana, ajenos a la pesadilla que su hermana vivía en el más profundo silencio.

El crimen

Advertida por los signos de la naturaleza, Lucía retó al frío de aquella noche saltillense y, tras abandonar su humilde cuarto, se dirigió a la letrina que convertiría en la tumba de su hijo, cegada por el odio de sentirse rechazada por el sujeto que amó tan fervientemente.

Durante algunos minutos la desnaturalizada madre fraguó cómo hacer que el proceso creador de vida pareciera un accidente mortal y con la vista desencajada la hiena recibió a su pequeño en brazos para después, sin miramientos, lanzarlo en la fosa, escuchando con indiferencia cómo el llanto se ahogaba en la inmundicia.

Ya liberada del ser que le quemaba las entrañas, Lucía volvió al cuarto y gritando pidió a su hermano Luis que la ayudara, para caer luego desmayada frente al umbral de la puerta mal pintada que ya no pudo atravesar.

Ignorando los estragos del invierno que arreciaba, Luis y Manuel subieron a la mujer en su carro que, rompiendo el viento, llegó al Centro de Salubridad, donde Lucía dijo haber tenido un parto casero y haber perdido al bebé, cayendo en contradicciones que ameritaron su arresto cuando finalmente confesó el crimen.

Así, elementos de bomberos realizaron maniobras de rescate en el predio que por momentos se convirtió en el centro del mundo, hasta que un movimiento de cuerdas rompió la expectación y del fondo salió un rescatista cargando el cuerpo del infortunado bebé, aún con la placenta, al que metió rápidamente en una bolsa de plástico, aunque ya era demasiado tarde.

Desde entonces, en el domicilio despintado y de enorme patio terroso tan sólo quedaron los recuerdos que se murieron con el tiempo, que no pudo borrar las huellas del asesinato en el que un bebé sufrió las consecuencias de una mujer que, por despecho, hizo lo que pocas se atreven a hacer: matar a su propio hijo.

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