Ciudad de México.- “Un portazo podría tirar el edificio”, le advirtieron a Jorge los de protección civil. Él vivía en el departamento 304 de un edificio de 5 pisos construído en el 2010. Poco después de estrenado el inmueble, llegó a la colonía Roma, “por céntrica y por estar de moda”. Ayer veía desde la banqueta de enfrente cómo se desmoronaban sus sueños.

Diez familias habitaban el número 40 de Tepic, en la Roma Sur. Hubo quien se atrevió a pasar la noche ahí. Karla y sus dos hijas se aferraron a sus cosas hasta el último momento. No fue así con Inés, quien me dijo que el edificio se cimbraba tanto que, “parecía que estaba el diablo adentro”. Salió corriendo con lo puesto al ver cómo una pared de su cuarto se resquebrajaba y la televisión salía volando a la calle por un hoyo más grande que la ventana.

Rubén, otro vecino del cuarto piso que llegó dos horas después del temblor, en sábanas echó lo que encontró: pasaporte, ropa, su laptop, un balón de futbol americano firmado por un jugador de los Yankies. Amarró las cuatro puntas de la sábana y la aventó por el balcón. “Ni siquiera pensé que le podía caer a alguien en la cabeza”, me dijo. Repitió la operación tres veces antes de que protección civil lo sacara de su hogar.

El edificio amarillo, con largas cuarteaduras en X se había inclinado sobre la calle Amealco. Los expertos dijeron que el derrumbe sería hacia ese lado. “Pero, ¿cuándo?”, preguntaron todos, con los estragos de haber pasado la peor noche de su vida, en reunión vecinal. “Imposible saberlo”, respondió un ingeniero, “como puede ser en minutos, puede tardar varias semanas en caer o quizá tengamos que derrumbarlo”. “Pero yo pasé la noche ahí”, dijo Karla llorando. “Mis niñas y yo dormimos ahí, el edificio se puede arreglar. Es lo único que tengo”.

24 horas después del temblor ya nadie podía volver a entrar. Tampoco hacer mudanza, por el riesgo de un desplome de escaleras. Pero nadie quería moverse de ahí. Muchos traían entre las manos lo poco que habían rescatado. Jorge estaba con un montón de camisas y corbatas terciadas en el brazo. Otro, con sus documentos legales. Algunos sin nada, como Inés, que aún en pijama miraba su patrimonio a punto de ser polvo. “Yo salí tan deprisa”, rompió la señora el silencio, “que olvidé las llaves y la puerta se cerró. No tengo forma de entrar a mi casa y tampoco quiero volver. No quiero que me agarre otra vez el diablo adentro”.